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Vlendgeron, Cirr, Adda y Cori dejaron atrás el pequeño montículo sobre el que se habían detenido, y siguieron bajando por la ladera de la montaña a toda velocidad. Avanzaron con dificultad por el camino de Valleamor; las emanaciones maligno-benignas eran cada vez más fuertes, y era complicado resistirse a ellas. Amenazaban con introducirse en sus mentes y controlar sus pensamientos; y no solo los de ellos, sino también los de sus monturas, que empezaban a mostrar varios signos de confusión. El uniburón resultó ser especialmente resistente a los efluvios, pero los osos estaban cada vez más desorientados. También el cielo comenzaba a nublarse, y el ambiente era cada vez más ominoso.
—Esto es horrible —se quejó Adda, llevándose las manos a la cabeza.
—¿Por qué no paran? —exclamó Cori, alzando la voz como si tuviera que hacerse oír en medio de mucho ruido, a pesar de que reinaba un silencio absurdamente inusual—. ¡Si siguen así, afectarán a todo Valleamor!
—No lo sé —reconoció Vlendgeron, también a gritos. Tiró de las riendas del oso, que estuvo a punto de encabritarse, pero que luego se detuvo pacíficamente—. ¡Quietos! No os acerquéis más.
El fontanero-Consejero Imperial y las dos limpiadoras consiguieron también parar a sus cabalgaduras, y miraron al Gran Emperador con expectación.
—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Cirr.
—¡Miradlos! —rechinó Orosc, y señaló a Marinina y a Ícaro Xerxes—. Están completamente fuera de sí. Ni siquiera prestan atención a lo que pasa a su alrededor. ¡No creo que podamos detenerlos ya!
Efectivamente, las circunstancias parecían cada vez más desesperadas. Marinina brillaba con el fulgor de una cubertería recién pulida; Ícaro Xerxes, en cambio, emitía pequeños nubarrones oscuros, que se arremolinaban en torno a él como lo hacían también en torno al Kil-Kanan. Varios pájaros desprevenidos, que habían invadido el espacio aéreo sobre él sin percatarse de lo que ocurría, no habían resistido el embate de malignidad que los había golpeado repentinamente; habían sufrido ya la sobrecarga cerebral augurada por Vlendgeron, y caían del cielo como fulminados por un rayo. Uno de ellos había rebotado incluso sobre el hombro de Ícaro Xerxes antes de aterrizar sobre el suelo con un golpe seco; pero el joven no se había dado cuenta de nada de esto, y seguía mirando fijamente al frente, sin pestañear.
—¡Maldición! —se sobresaltó Cori—. ¡Es demasiado tarde!
—¡Deberíamos retirarnos! —aconsejó Cirr. El cielo estaba ya casi completamente negro, y hasta el uniburón daba muestras de inquietud—. ¡No hay nada que hacer! ¡Vámonos antes de que nos frían a nosotros también!
Orosc Vlendgeron levantó una mano y se quedó quieto por un instante, como si dudase entre dar la orden de retirada o permanecer allí un momento más. Pero nunca llegó a tener que tomar esta decisión, porque en ese preciso instante un relámpago tronó en el cielo; y en cuanto su resplandor desapareció, pudo verse de repente, flotando ante las nubes, la silueta negra de una extraña forma circular.