Capítulo XXV
A la vez que los habitantes de Navaseca se enteraban de que la recién llegada princesa de Menisana, posible futura esposa del segundo príncipe, era tan adepta a las celebraciones como él mismo, otra noticia se extendía por la ciudad como la pólvora. Estupefacta, Navaseca se despertó un día sabiendo, aunque nadie tenía mucha idea de cómo, que Juan Quiroga y Elina Goder iban a casarse.
Como nadie se lo esperaba, y a las gentes de Navaseca no les gustaba sentir que les daban gato por liebre, la situación suscitó una tormenta de críticas. Algunos parroquianos, los más prudentes, se atrevían a recordar de vez en cuando que tampoco era para tanto, y que, en cualquier caso, la decisión era de los implicados, y de nadie más; pero escuchando al resto del mundo, durante unos días al menos, a cualquier observador le habría parecido que la boda de Quiroga y Goder era una afrenta personal para todos y cada uno de ellos.
Siendo así las cosas, no pasó mucho tiempo antes de que Alejandro Sorés (que en los últimos días estaba más huraño que de costumbre, y rehuía a casi todos sus paisanos) se enterase también de la noticia. Estaba en el club de caballeros, enfrascado en su periódico y de vez en cuando lanzando miradas envenenadas a cualquiera que pasase, cuando se le acercó un conocido.
—Eh, Sorés —le dijo el señor Gómez, perfectamente ajeno a la expresión agriada de este—. ¿Has oído lo último? ¿Sabes quién se casa?
—¿Quién? —farfulló Sorés, mascando las palabras.
—¡Quiroga! Con la muchacha de Ligoria, esa Goder. ¿No es increíble?
Sorés estampó su periódico sobre la mesa, repentinamente descompuesto.
—Y pensar que hace poco estaban todavía especulando que te ibas a casar tú con ella —el otro, que no prestaba ninguna atención a su interlocutor, siguió charlando—. No puede uno escuchar nada de lo que dice la gente, ¿eh?
Sorés no contestó, y no tardó ni un minuto en coger su sombrero y marcharse de allí a toda prisa. No cogió un taxi; volvió a su casa, que no estaba cerca, a pie y con el fresco de la noche ya cayendo. Pero ese paseo no le sirvió para calmar los ánimos, y llegó aún más alterado de como había salido del club, y encima despeinado y sudoroso.
Samanta, que estaba en el saloncito al lado del recibidor, salió a este en cuando lo escuchó entrar; y se toparon el uno con el otro en lo alto de las escaleras.
—Pero querido mío —bostezó—, ¿qué te ha pasado? ¿De dónde vienes con ese aspecto?
Sorés contempló a Samanta de arriba a abajo.
—Déjame tranquilo —gruñó, un instante después.
—Cariño —insistió Samanta, sin darse por enterada de nada—, ¿qué te ocurre?
—¡Déjame! —estalló Sorés—. ¡Maldita seas, tú y todas tus artes!
Samanta no entendió una palabra, pero eso no pareció molestarla mucho. Ladeó la cabeza con expresión indolente.
—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó.
—¿Que qué quiero decir? —barbotó Sorés, echando espuma por la boca—. ¡Aquí tienes lo que quiero decir! Eres una persona aburrida, insulsa, y ni siquiera especialmente guapa. ¡Lo único de valor que tenías era el negocio de tu padre, y ni siquiera eso compensaba el sacrificio de casarse contigo!
—Querido… —ahora sí, Samanta comenzó a preocuparse.
—¡No me llames «querido»! —gritó él—. ¡No te quiero, y no te he querido nunca! ¡Casarme contigo fue el peor error que he cometido, y me arrepiento de ello!
—¡Pero, Alejandro! —hipó ella, para la que todo esto salía completamente de la nada. Aquella misma mañana Sorés se había despedido con el aire distraído que tenía desde que habían vuelto de su luna de miel; pero esto no la inquietaba, y nada, a su parecer, había señalado que volvería a casa en medio de semejante explosión—. ¿Por qué me dices esto? ¿Qué ha ocurrido?
Alargó la mano hacia él, pero Sorés se echó bruscamente hacia atrás.
—¡No me toques! —exclamó—. ¡No quiero verte más!
Samanta se echó a llorar. Sorés, que no había pensado en nada de lo que estaba haciendo desde que había entrado por la puerta, se dio la vuelta y bajó las escaleras a toda prisa, furioso. Lo llevaba semejante ira, y semejante precipitación, que ni siquiera miró dónde ponía los pies; tropezó, y cayó rodando. Tan mala fortuna tuvo que nada más llegar al suelo se golpeó la cabeza con una de las barandas, y perdió la consciencia en el acto.
—¡Alejandro! ¡Querido mío! —chilló Samanta, y corrió también hacia él—. ¡Cariño, despierta! ¡Mayordomo! ¡Mayordomo, venga aquí!
Pero ni Samanta, ni el mayordomo, que apareció enseguida, ni ninguno de los empleados que llegaron alertados por los gritos consiguieron reanimar a Sorés.