—¿Para qué está aquí, entonces?
—Necesito consultar qué patentes se registraron el día que desaparecí. Si fuera tan amable de dejarme acceder un momento a ese ordenador…
—¡Espere! —gritó Merricat, interponiéndose entre Godorik y el ordenador como una madre que protege a su retoño—. ¿Consultar las patentes del día que desapareció? ¿Para qué quiere hacer eso?
Godorik, hastiado de tener que explicar la misma cosa una y otra vez, caviló por un momento si no podría darle a Merricat un buen golpe en la cabeza y dejarlo inconsciente por un rato; a ser posible, hasta que hubiera tenido tiempo de hacer su consulta y marcharse. Pero se contuvo a tiempo, diciéndose a sí mismo que el que la policía hubiese decidido tratarlo como a un criminal no le daba derecho a convertirse directamente en uno. Y así, no le quedó más remedio que volver a explicar toda su historia, esta vez a un muy atento Merricat.
—¡Qué locura! —exclamó este, cuando Godorik aún ni siquiera había terminado—. ¿Todo eso es verdad?
Godorik le aseguró que era la verdad.
—Ojalá me hubiera pasado a mí —soñó entonces el jefe de planta—. ¡Daría para un vídeo estupendo!
—Creo que no me ha entendido —gruñó su interlocutor—. Esto es una cosa muy seria.
—Sí, vaya que sí; lo es. Entonces, ¿cree que vamos a morir todos por culpa de implantes defectuosos?
—No lo sé; por eso estoy aquí. ¿Me deja consultar el ordenador, sí o no?
—¡Oh, por supuesto! —contestó Merricat, volviendo por fin a su aire indolente, el mismo que durante el día crispaba los nervios de toda la oficina—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba su archivillano?
—Gidolet —farfulló Godorik, con la mosca detrás de la oreja. Hacía unos minutos que Merricat aún le creía un terrorista, y de repente estaba dispuesto no solo a no delatarlo ante la policía, sino incluso a ayudarle; todo aquello le olía mal—. Oiga, ¿no cree usted que le estoy mintiendo?