—Qué tontería. Claro que no —negó él—. Ya me he caído varias veces… casi todas al principio. Una vez casi me abro la cabeza, pero por lo demás nunca me ha pasado nada grave. Cuando uno es joven, es muy elástico.
Nina lo miró, y no pudo contener una risa.
—¿De qué se ríe? —preguntó él, contagiándose.
—Es usted una persona bastante peculiar —contestó ella.
—Eso es bueno, supongo —dijo él.
Ella sonrió.
—Dígame… —empezó Ray, tras un momento— termino sobre las nueve. Imagino que no tendrá usted tiempo ni ganas de esperar aquí toda la tarde…
—No tengo nada que hacer hoy.
—¿Le apetece que la invite a cenar? —preguntó entonces él, directamente.
—Me encantaría —respondió ella.
Antes de que comenzara el espectáculo, fue a devolver la taza; y después se sentó de nuevo en su sitio, en la última fila. La siguiente función se le hizo eterna. Ya era la tercera vez que la veía, y las tonterías de los payasos habían perdido su gracia hacía rato. Incluso los trucos del mago comenzaban a parecerle mundanos y aburridos. El perrito del tutú, sin embargo, volvió a hacerla reír.
A las nueve y cinco apareció de nuevo Ray, duchado y arreglado y vestido con lo que parecía su mejor jersey.
—Sigue aquí —constató, al verla—. Pensé que se habría muerto de tedio hace horas.
—Admitiré que, por hoy, su número es lo único que volvería a ver con gusto —respondió Nina, sonriendo.
—Es un buen compromiso —Ray soltó una risita—. ¿Vamos?
Nina cogió el brazo de su acompañante, y salieron al helado exterior. Cruzaron el puente, y se adentraron en el barrio.
—¿Qué le apetece? —preguntó Ray, cuando al cabo de un rato trataban de decidir a dónde ir.
—No tengo preferencias —dijo Nina—. Por favor, sorpréndame.