Cuando bajó de nuevo al Hoyo, Godorik se encontró con un muy alterado doctor.
—¡Godorik! ¡Godorik, ven a ver esto! —exclamó en cuanto Godorik abrió la puerta, sin darle tiempo a decir ni hola—. ¡Mira lo que hace tu condenada patente!
Godorik lo siguió a la habitación, donde se encontró con un caos de modelos robóticos en miniatura pitando y moviéndose torpemente de un lado a otro.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¡El teatro de la dignidad metálica! —escuchó la voz lastimera de Manni, que al fondo del cuarto aporreaba un teclado del que salían manojos de cables que se repartían en todas direcciones—. ¡Un montón de peleles sin circuitos de personalidad!
—¡Oh, cállate ya! —gruñó Agarandino—. Todo esto es para probar tu estúpida patente.
—¿Todo esto hace falta para analizar un par de planos? —cuestionó Godorik, alzando una ceja—. ¿Y qué es lo que hace mi «estúpida patente»?
Agarandino se acercó a la otra mesa y se hizo de un manotazo con lo que parecía un mando a distancia.
—¡Compruébalo por ti mismo! —dijo.
Apretó un par de botones. Godorik paseó la vista entre la marea de máquinas de prueba, pero no distinguió cambio alguno.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Ese! ¡Ese! —exclamó Agarandino, señalando a uno de los robots en concreto—. ¡Míralo!
Así que Godorik miró a ese en particular, pero tampoco advirtió nada que le diese una pista sobre lo que hacía la patente.
—¿Y bien? —preguntó.
Agarandino también observó por un momento el robot, frustrado.
—Manni, ¿has conectado los circuitos? —se volvió hacia su ayudante.