—Sí, pero por la mañana hay que prepararlo todo —explicó él, mordiendo también la suya—. Bueno. Digo por la mañana, pero es más bien… a mediodía. No somos gente muy madrugadora, como ves.
—¿Qué es lo que hay que preparar?
—Muchas cosas —aseguró Ray—. Los pañuelos del sorprendente Rupertini no se meten solos en esa bolsa, sabes… aunque, por supuesto, él preferiría que pensases lo contrario.
Cuando terminaron de desayunar, se dieron una ducha y se vistieron. Ray se duchó primero; y, cuando Nina salió del baño, se lo encontró otra vez tumbado en el sofá, relajado como una iguana al sol. Con una sonrisa, cogió su radio, la colocó sobre la mesa, y la encendió.
Ray se sobresaltó. Tardó un momento en mirar la radio y comprender lo que estaba pasando.
—Pero no me pongas las noticias, mujer —se quejó, aunque con buen humor; y alargó la mano hasta el dial. Buscó el siguiente canal, y encontró una especie de show en el que tres presentadores decían una tontería tras otra—. Eso está mejor.
Nina se rió por lo bajo y fue a acompañarlo en el sofá. Ray le hizo sitio, y durante unos minutos estuvieron en peligro de quedarse dormidos otra vez… si no hubiera sido por las voces chillones de los locutores de radio, y porque de repente sonó el timbre.
—¿Quién será…? —se preguntó Nina, mientras Ray apagaba la radio y se enderezaba un poco—. No esperaba a nadie a estas horas.
—¿Tengo que escapar por el balcón? —bromeó, aunque, por su tono de voz, no estaba muy claro si era una broma o no.
—Claro que no —se extrañó ella, echando un vistazo por la mirilla—. ¡Jean!
Abrió la puerta, y su primo el casanova entró con su mejor traje de los domingos.