—No, a no ser que consiga usted convencerme de que no está pasando nada extraño entre la policía. Y me parece que ni siquiera usted está muy convencido de eso.
Verrunia hizo un gesto de exasperación, en el que incluso dejó de apuntar a Godorik con la pistola.
—Está bien, lo que vea. Sin embargo, como se le ocurra incriminarme de alguna manera…
—De momento no tengo ninguna razón para ello.
—Me pregunto si hago bien en todo esto —suspiró el Vicecomisario—. Si no tiene usted nada más que decir…
—Nada, aparte de que tenga cuidado, Vicecomisario. Puede usted no creer que esta ciudad es caldo de conspiración (yo tampoco lo creía antes de que me ocurriese todo esto), pero, aún así, no le hará daño tomar precauciones.
—No hace falta que me lo diga. Esta conversación habría sido muy diferente si yo no pensase… si no me hubiese convencido usted de que quizás tiene algo de razón.
Godorik se encogió de hombros, y se dio por satisfecho con eso.
—En ese caso, buenas noches, Vicecomisario —dijo.
De un brinco se apartó de Verrunia, y aterrizó limpiamente sobre la azotea de una casa vecina. Su interlocutor, que no se lo esperaba, se sobresaltó; un momento después movió la cabeza, guardó la pistola, y se encaminó de vuelta a su propio bloque.
—Algo es algo —gruñó Godorik para sí, incapaz de decidir si aquello había sido, o no, una pérdida de tiempo.
Cuando ya estaba casi de nuevo en el Hoyo, ocurrió algo inesperado: su teledatáfono recibió una llamada.
Godorik lo contempló desconcertado, preguntándose si contestar o no. Edri, al dárselo, le había asegurado que el cacharro «operaba en el circuito extraoficial» y por tanto no podía ser rastreado por la Computadora; pero Godorik se había tomado esas palabras con sano escepticismo, y aunque había aceptado el aparato, seguía sin estar seguro de si de verdad era tan irrastreable. Sin embargo, Edri había prometido llamarle… y no tenía sentido llevar consigo un teledatáfono si no iba a responder cuando sonara. Aceptó la llamada.