Por suerte, no fue así. Tras un minuto, el ascensor se detuvo, y se abrió una compuerta a uno de los lados del tubo, que llevaba a una nueva rampa. Godorik saltó fuera tan rápidamente como pudo, sin esperar a que unos siniestros brazos mecánicos sacaran el contenedor.
Godorik se alejó de allí y vagabundeó por un momento por una laberíntica planta de rampas y compuertas, por las que entraban más y más contenedores; que después se deslizaban por cadenas de desmontaje en las que una especie de abrelatas robóticos las horadaban y volcaban su contenido, envases de plástico de diversos colores, en contenedores más grandes aún.
—¡Eh! —escuchó entonces una voz. Levantó la vista de los abrelatas; un hombre vestido como un operario se acercaba, con los ojos muy abiertos—. ¡Usted! ¿Qué está haciendo aquí?
Godorik tardó apenas una fracción de segundo en decidir que, cuanto menos dijera, mejor iría todo aquello.
—Busco la salida —gruñó, sin dejarse intimidar por aquel operario, que le miraba sorprendido e intentando hacerse el enfadado.
—¿Cómo ha entrado aquí? ¡Esta planta es solo para personal autorizado! —protestó el hombre.
—Bien, pues haga el favor de echarme —replicó Godorik. El operario titubeó, desconcertado.
—¿Es usted un espía industrial? —preguntó, con cara de tonto.
—¿Conoce usted muchos espías que busquen la salida? —protestó el intruso—. Sea tan amable de decirme dónde está. No la encuentro, y tengo algo de prisa.
—Voy a ponerle una denuncia —se quejó el operario—. No puede estar aquí sin la autorización correspondiente…
—Bien, y yo le pondré otra denuncia por retener dentro de su planta a personal no autorizado, a no ser que haga usted el favor de enseñarme la salida de una vez —amenazó Godorik, componiendo una expresión de gran fastidio. El operario se amedrentó.