Sin pensar en lo que hacía, dio un puñetazo contra el cristal con todas sus fuerzas. Su idea no resultó descabellada; el vidrio se rompió en pedazos, como si en vez de tener un centímetro de grosor fuese una finísima copa de vino, y él ni siquiera se hizo daño en los nudillos. (Aunque sería más adecuado decir que ni siquiera sintió que tuviera nudillos, lo cual era bastante preocupante. Pero, se dijo Godorik mientras escalaba a través de la ventana y hacia la cornisa, ya se preocuparía de eso más tarde.)
Su magnífico plan solo tenía un inconveniente: aquel edificio no tenía cornisa.
—¡Maldita sea! —perjuró Godorik, enfrentándose al dilema de volver a entrar en la sala, donde los seguratas ya habían llegado hasta la ventana, o saltar al vacío desde… ¿qué era aquello? ¿Un cuarto piso? Por lo menos un cuarto piso.
Por suerte, antes de entregarse o convertirse en un suicida, Godorik suspiró ruidosamente y miró a su alrededor. A su izquierda, en la misma fachada, había una escalera exterior que bajaba hasta el suelo. Estaba un poco lejos para saltar, pero, con algo de adrenalina de su parte, podría conseguirlo.
Respiró hondo, dobló las rodillas y saltó… y saltó tanto que casi se pasó de largo, y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera para no caer por el lado contrario del que venía.
—¡Santo Beneke! —exclamó, muy sorprendido. Recordó el episodio de la lámpara, y se preguntó si aquel idiota de Manni estaba diciendo la verdad, y si de verdad podría saltar decenas de metros. En cualquier caso, en aquel momento aquello de no controlar cuánto saltaba era más peligroso que otra cosa, así que resolvió tener cuidado.
Escaló la barandilla y se encontró sobre las escaleras. Como por la ventana rota se escuchaba gran alboroto, pensó que no tardarían en perseguirle; y echó a correr escaleras abajo. Apenas había bajado diez escalones cuando trastabilló, y rodó otros diez más.