Sintiéndose vindicado, Godorik siguió al Subcomisario fuera de la oficina. Caminaron otro trecho y se encontraron frente a una nueva puerta, esta de madera barnizada, con un cartel electrónico semifuncional, que rezaba «Vicecomisario Verrunia» en caracteres tan poco luminosos que casi no se podían leer.
—Vicecomisario —llamó el Subcomisario, dando en la puerta con los nudillos. Se escuchó un «adelante», y el Subcomisario abrió la puerta.
Pasaron al despacho del Vicecomisario, que se parecía mucho al del Subcomisario, excepto por los jarrones de flores. El Vicecomisario Verrunia era un hombre corpulento y rechoncho con nariz chata y patillas rubias, que les saludó sin mirarles mientras hacía volar papeles de un lado a otro. Cuando el tubo aspirador dejó caer el informe de Godorik con otro «¡plop!», se sobresaltó muchísimo.
—¿Qué es esto? —preguntó, cogiendo el documento—. Grechen, ¿me ha mandado usted esto?
—Sí, Vicecomisario —respondió el Subcomisario—. Es la queja de este hombre, que si la lee usted, verá que presenta motivos de alarma…
Pero el Vicecomisario, que parecía bastante impresionable, no necesitaba que le dijeran que tenía motivos de alarma para alarmarse; cuando puso los ojos sobre el papel, pegó un bote en la silla.
—¡Actividad terrorista! —exclamó—. Grechen, ¿esto no es una broma?
—No lo parece —aseguró el Subcomisario.
—¡Actividad terrorista! —repitió el Vicecomisario—¡Lo último que nos faltaba! Después de esa secta anticomputadora y el aviso de sabotaje de los servicios de la semana pasada… ¡Vamos, vamos! Tenemos que avisar al Comisario General.