Pero no obtuvo respuesta. Continuó oteando el fondo del Hoyo, en busca de algo que pudiera ayudarle; y, por suerte para él, sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad. Empezó a distinguir, aleatoriamente adosadas a las paredes, algo que parecían pasarelas. No había ninguna directamente bajo él, pero sí una a escasos metros en diagonal. Maldiciendo el momento en el que había decidido lanzarse al Hoyo sin contemplar los problemas de su plan, Godorik se balanceó un poco sobre su asidero, tratando de conseguir el impulso suficiente para llegar hasta allí. Se soltó, y voló en una parábola hasta la pasarela, aterrizando casi de cabeza sobre su enrejado suelo metálico.
—¡Aaah! —barbotó, encogiéndose en un ovillo; se había hecho daño—. ¡Maldita sea la estampa del Comisario General, y de la madre que lo parió!
Continuó maldiciendo entre dientes hasta que se calmó un poco. Entonces, se levantó, respiró hondo, y se asomó de nuevo al vacío. El fondo del Hoyo seguía igual de negro; pero distinguió otra pasarela, más abajo, a una distancia aceptable para saltar sobre ella. Volvió a maldecir, y, con mucho cuidado, se dejó caer hasta esta siguiente plataforma. Vio otra más, y repitió el proceso, armando gran estrépito cada vez que aterrizaba.
Tras repetir esto varias veces, escuchó un chirrido.
—¿Qué pasa hoy? —escuchó la voz quejumbrosa de Manx, que llegaba desde abajo—. ¿Quién anda ahí haciendo ruido?
—¡Manni! —gritó Godorik, tan fuerte como pudo—. ¡Manni! ¡Soy yo, Godorik!
—¡Cómo! —exclamó Manni—. ¡El señor Podría-hablar-con-alguien-que-no-fuese-un-trozo-de-chatarra! ¿Ya has vuelto?
—¿Cómo que «ya»? —se mosqueó Godorik—. Oye, Manni… ¿Puedo bajar?