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—Sí, jefe, sí —respondió Cirr sin inmutarse, y sin dejar de mirar la mesa—. Solo me pregunto cómo vamos a hacer eso y estar tan seguros de que se lo venderemos correctamente al Bien. Porque me imagino que incluso aunque fuese de verdad un seguidor del Bien el que matase a la chica, esos sacerdotes benignos harían lo que pudieran por achacarnos el asunto a nosotros, y así evitar todo lo que estáis describiendo.
Esa era una respuesta mucho más inteligente de lo que Orosc Vlendgeron se esperaba, y tuvo el efecto secundario de revertir su mal humor.
—Tienes toda la razón, Cirr —concedió—. Y aquí es donde necesito ideas. Tendremos que orquestar el asesinato de forma que no quede ninguna duda, para el gran público al menos, de que ha sido obra de un acólito benigno. —miró a sus estúpidos generales, y a Pati Zanzorn—. ¿Alguna sugerencia?
—Podemos disfrazar a alguien de sacerdote del Bien y hacer que la mate en medio de todo el mundo —sugirió Zanzorn, rascándose la cabeza.
—Ya, ya, pero si no somos un poco más sutiles, atraparán y desenmascararán al asesino sin ningún problema —bufó Vlendgeron.
—¿Por qué querríamos hacer eso? —intervino de repente Ícaro Xerxes, que se había quedado atrapado en un loop en una parte anterior de la conversación—. ¿Por qué querríamos matarla?
—¿Qué? —se extrañó el Gran Emperador—. ¿Cómo que por qué querríamos matarla?
—¡Una muchacha así! —exclamó Ícaro Xerxes, evocando el momento en el que la había visto por primera vez, arrancando flores y sustituyéndolas por cardos—. Estoy seguro de que tiene que haber maldad en su corazón, y no poca. Si logramos traerla de vuelta al mal camino… ¡imaginaos que triunfo para nosotros! ¡Qué demostración de la superioridad del Mal! Matarla no produciría sobre las tropas del Bien ni la mitad del efecto que tendría conseguir que volviera a nuestro lado, que nos apoyase.
Los estúpidos generales, con Vonagorre a la cabeza, asintieron.
—Tiene razón —dijeron. Vlendgeron gruñó.
—¿Y cómo piensas conseguir eso, lumbreras? Estamos hablando de una muchacha que, en apenas unos días, ha azuzado e instigado al Bien como nadie antes…
—Dejádmelo a mí —insistió Ícaro Xerxes—. Yo lo lograré. Gran Emperador, confiad en mí —dijo, alzando las manos dramáticamente.
Los generales siguieron asintiendo y murmurando. Vlendgeron, durante un momento, dudó entre si escuchar a Tzu-Tang, o si ordenar que le cortaran la cabeza allí mismo; pero terminó por ceder al hipnótico carisma del joven, y masculló entre dientes algo que este tomó por un asentimiento.
—No os arrepentiréis, señor —aseguró, mientras se daba media vuelta y se dirigía hacia la puerta—. Es hora de que el Mal vuelva a florecer.
Los generales lo siguieron también, y todos salieron de la habitación.
—A mí también me parece una buena idea —afirmó Pati Zanzorn, sacudiendo la cabeza en señal de asentimiento. Vlendgeron hizo un gesto con la mano, despidiéndolo, y el jefe de inteligencia desapareció a su vez. Entonces, el Gran Emperador dirigió una mirada a Barn, que fregaba vasos con su expresión ausente, y a Cirr, que seguía concentrado en rascar su mesa y no parecía prestar atención a nada.
—No sé lo que está pasando —admitió al fin el maligno soberano, hablando para sí—, pero no me gusta.
Barn se encogió de hombros. Cirr, que esta vez de verdad no estaba atento, se sobresaltó.
—¿El qué? —preguntó al aire.