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—Nina, por favor, no llores más. No quería lastimarte, entiéndelo. Olvida todo lo que he dicho, ¿vale? Yo solo me preocupo por ti, y… pero no llores, no llores. Haz como si no hubiera dicho nada.

Nina asintió, con la cara escondida entre las manos. Él pareció un poco más aliviado.

—¿Todo está bien, entonces? —preguntó.

Ella asintió una vez más, aún sin mirarlo.

—Déjame, por favor —dijo.

Jean quiso decir algo más, pero no se le ocurrió qué. Tímidamente, le dio a su prima un par de asustadas palmaditas en la espalda, y después se dio la vuelta y salió del baño. A la salida, Ray y él intercambiaron una mirada durante un instante, pero solo fue suficiente para hacer preguntarse al primero qué demonios le habría pasado al primo de Nina para parecer de repente tan agitado.

En el interior del baño, Nina se secó cuidadosamente las cuatro lagrimitas que había conseguido derramar.

—Ah, querido Jean —dijo para sí, mientras se lavaba las manos y volvía a retocarse el maquillaje—, te queda mucho por aprender.

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—Supuse que era algún… bueno, alguien que habías conocido en la universidad —explicó él—. No es que me pareciera una idea excelente, pero aún así… hay una diferencia de clase, Nina, que… ¿Cómo sabes que ese hombre no es peligroso?

—¿Peligroso? ¿Por qué iba a ser peligroso?

—Bueno, Nina, esa gente… Escucha, tú sabes que a mí no me gusta hablar mal de nadie, pero hay gente que no es siempre la compañía más recomendable. ¿Quién sabe lo que ese hombre podría pretender?

—¿Y qué lo diferencia de cualquier otro que podría haber conocido en la universidad? —dijo ella—. Sinceramente, Jean, no te entiendo.

—Nina, yo solo quiero tu bien —la urgió él—. Y no creo que tus padres…

Pero de improviso ella torció el gesto, y lo interrumpió con un sollozo.

—¿Cómo puedes decirme esas cosas? —le reprochó—. ¿Qué he hecho para que me trates así?

—Nina, no llores… —empezó él, muy incómodo.

—¿Y ahora vas a ir a chivarte a mis padres? —siguió no obstante ella, con las lágrimas cayéndole por las mejillas—. ¿Por qué me haces esto? Yo pensaba que tú… yo pensaba que tú me apoyabas, Jean, y no que vendrías a censurarme y a reprenderme a la primera oportunidad.

—Nina, yo no… —titubeó su primo, que no sabía cómo hacer que ella dejara de llorar; y al cabo de un momento cedió, fastidiado—. No le diré nada a tus padres… no te preocupes.

—¿Es que no puedo nunca hacer lo que quiera? —continuó sollozando Nina, como si no le hubiera oído—. Tú haces lo que quieres, Jean, y yo no te digo nada, y te ayudo cuando me lo pides. ¡Y ahora me haces esto!

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Lamentablemente, aunque por causas ajenas a la voluntad de Nina, Ray tuvo que esperar bastante. Apenas hacía medio minuto que ella había entrado cuando apareció Jean.

—Hmmr —gruñó Ray, extrañado al verlo por allí, puesto que el servicio de caballeros estaba en el otro extremo del salón—. ¿Cómo está la señorita Géroux?

—Bien —respondió Jean rápidamente—. Mejor —corrigió, y señaló la puerta—. ¿Está Nina ahí dentro?

—Sí —asintió Ray, y contempló boquiabierto cómo Jean pasaba sin dudarlo siquiera—. Oye, ese es el…

Pero nada, demasiado tarde. Jean entró y se encontró a Nina lávandose las manos.

—¿Jean? —se asombró ella—. El baño de los chicos está al otro lado de la sala.

—Ya —dijo él—. Nina, escucha… ese es el tipo del circo, ¿verdad?

Ella sonrió.

—No pensaba que estuvieses prestando tanta atención como para acordarte de él —comentó, divertida.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo lo has conocido? —preguntó.

—Por casualidad —mintió ella. Él la miró con expresión crítica.

—¿Por qué lo has traído aquí?

—¿Por qué has traído tú a la señorita Géroux?

—Nina, eso es diferente —protestó Jean, aunque con cara de no estar tampoco muy seguro de por qué era diferente—. Concedo que Annabelle es un poco… tonta, pero sigue siendo una señorita. ¿Crees que es buena idea relacionarse con ese hombre? ¿Saben esto tus padres?

—¿Por qué dices eso? —protestó ella, resentida—. ¿Por qué no debería creer que es una buena idea? ¿Y quién pensabas que era, de todas maneras, y por qué no te molestaba entonces?

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—Que yo sepa, eres trapecista, no funambulista —rió ella, pegándose aún más a él.

—Oye, yo hago de todo —se quejó él—. Confía un poco más en mí.

Ella no dijo nada por un momento.

—Petardo —le llamó al fin, divertida.

—Petarda tú —se lo devolvió él, besándola—. Si fueses una señorita de verdad, te habrías desmayado igual que esa pobre chica.

—¡Primero me pegas un susto de muerte, y ahora te burlas de mí! —le recriminó ella, besándole otra vez—. Si quieres que me desmaye, todavía estoy a tiempo.

—Ya es demasiado tarde, querida; el momento ya pasó —se burló Ray.

Tardaron un buen rato en bajar. Cuando por fin lo hicieron, vieron que la fiesta estaba ya más concurrida; varias personas reconocieron a Nina, y tuvieron que entretenerse un rato en conversar con algunos de los aburridos viejos amigos de los señores Mercier por los que esta había temido verse perseguida toda la noche si iba sin compañía. (Aunque, viendo que los interfectos en sí tampoco eran tan insistentes, Ray se imaginó que en realidad solo había esgrimido eso como excusa para llevarlo allí.) Por fin, consiguieron escurrirse.

—Tengo que ir al baño un momento —dijo Nina, y allí se dirigieron. El palacete, que estaba habilitado para reuniones y fiestas de todo tipo, tenía baños separados para hombres y mujeres, y Ray se quedó esperando en la puerta mientras ella entraba.

—No tardes mucho —le dijo—. Las mujeres pasáis tanto rato en el servicio que cualquiera diría que los baños de chicas son portales a otra dimensión.

—¿A una en la que el tiempo transcurre más despacio? —sugirió ella.

—A una en la que tenéis que derrotar a un dragón y salvar el mundo antes de que os dejen volver —se quejó él.

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—Qué oxidado está mi ballet —comentó él, con algo de fastidio. Alargó el otro brazo para agarrarse con ambos; e impulsándose hacia arriba no tardó en volver a subirse a la barra. Se puso en pie sobre esta, como si no hubiese pasado nada, y se arregló un poco la chaqueta—. Menos mal que esto me está grande.

Nina respiró ruidosamente.

—Por lo que más quieras, no vuelvas a hacer eso —suplicó.

—Está bien, está bien —cedió él, resignado, y volvió a darse la vuelta—. Dejemos de tontear y rescatemos al pobre gato.

El gato había dejado de maullar; pero, en cuanto vio que alguien se le acercaba, empezó otra vez. Ray puso pie sobre el tejado y trató de acercarse al animal, que se alejó cuanto pudo. Él le acercó una mano lentamente, y comenzó a llamarlo diciendo «gatito, gatito»; hasta que algo más confiado, el gato paró de bufar y se dejó coger.

Ray lo sujetó con un brazo y volvió a cruzar el vacío, esta vez sin exhibiciones; en cuanto llegó a la ventana, entregó al animal a Nina, y él mismo se deslizó dentro con ayuda de Jean. La señorita Géroux, a la que su acompañante había tumbado sobre la alfombra y había empezado a abanicar con la mano, seguía inconsciente.

—Qué mal se lo ha tomado —comentó Ray.

Nina soltó al gato, que echó a correr y desapareció por el pasillo a velocidad pasmosa. Entonces, abrazó a Ray con todas sus fuerzas.

—Dios mío, qué loco estás —exclamó.

Jean, mientras tanto, había cogido a la señorita Géroux en brazos, y les dirigió una mirada un tanto intranquila.

—Voy a intentar reanimarla —dijo, y salió de la habitación.

—Creo que él tampoco se lo ha tomado especialmente bien —dijo Ray, con una carcajada.

—Ray… me has asustado —confesó Nina, aún sin soltarlo—. Por favor, no hagas esas cosas.

—Nina, si yo trabajo en esto —se extrañó él—. Lo hago todos los días.

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—Bueno, bueno, no podemos permitir que el pobre gato sufra un accidente, ¿verdad? —comentó, con algo de socarronería; y procedió a quitarse los zapatos, revelando unos calcetines coloridos que no pegaban para nada con el esmóquin—. Quizá sí podamos traerlo de vuelta a suelo firme.

—Ray, ¿qué vas a…? —empezó Nina; pero Ray, acercándose a la ventana, escaló a través de esta y se posó con suavidad sobre el tubo que la unía con la torre.

—¡No seas loco! —exclamó Jean—. Como te caigas…

Pero Ray no les hizo caso. Avanzó un par de pasos por el listón, balanceándose un poco, pero con buen equilibrio.

—Ray, por favor; no quiero que te mates —pidió Nina.

Él, que ya estaba a mitad de camino, se detuvo; y, con impresionante ligereza, se dio la vuelta sobre el tubo.

—Dime, Nina —llamó, divertido—, ¿qué opinas del ballet?

Y, ante los ojos atónitos de su público, se puso de puntillas sobre la delgada barra, y comenzó a girar y a hacer arabescos y cabriolas. Jean se llevó las manos a la cabeza; Nina, entre divertida y alarmada, no supo si pedirle otra vez que se bajase de ahí, o si dejarlo estar, porque parecía que tenía la situación controlada.

Entonces, Ray dio un salto y falló al aterrizar; sus pies resbalaron sobre la barra, y se cayó. Nina se pegó un susto de muerte, y lo mismo le pasó a la señorita Géroux, que dejó escapar un grito y a continuación se desmayó en los brazos de Jean. Sin embargo, a Ray no le pasó nada; alargó un brazo justo a tiempo para sujetarse, y se quedó suspendido en el aire, colgando del listón por una mano.

—¡Ray! —llamó Nina, muy preocupada, en cuanto recuperó la voz.

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—Estaba dando una vuelta, admirando la casa —explicó la señorita Géroux—, cuando me encontré con este pobrecito.

Diciendo esto, señaló a través de la ventana: un gato, una hermosa bola de pelo blanca, maullaba desgarradoramente sobre el tejado de la torre.

—¡Pobre animal! —se lamentó la señorita Géroux—. Debe de haber llegado ahí de alguna manera, y ahora no puede bajar. ¡Pobrecito!, ¡está tan asustado! Jean, tenemos que hacer algo.

Ray se tapó la boca para no reírse. Nina le dirigió una mirada de censura, mientras Jean, con cara de circunstancias, se asomaba a la ventana.

Aunque el tejado de la torrecilla quedaba al mismo nivel que el ventanal, estaba demasiado lejos para saltar. Había, sin embargo, un estrecho listón metálico que conectaba la pared del edificio con la torre; pero era realmente estrecho, y aquel segundo piso estaba muy alto. Jean suspiró.

—Está demasiado lejos, Annabelle —dijo—. No podemos ir ahora a por el pobre bicho.

—Pero… —sollozó la señorita Géroux, haciendo un puchero.

—Tendremos que llamar a los bomberos —sugirió Jean—. Pero no ahora, con todos los invitados. Al gato no le pasará nada por estar ahí un rato más, y quizás hasta consiga bajar por sí solo.

—Pero ¡el pobre animal! —completó la señorita Géroux—. ¿Y si se cae? ¡No quiero ni pensarlo!

Y rompió a llorar. Jean puso cara de tonto; a Nina hasta le dio algo de pena. En ese instante, se percató de que Ray la miraba con una sonrisa extraña, como si le pidiera permiso para algo.

—Ray… —dijo, sin comprender. Pero él pareció interpretar eso como un asentimiento.

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—Oh, era la chica a la que tu primo quería ligarse, ¿no? —entendió Ray. Nina se hizo la sonrojada en vez de responder, así que él siguió—. La verdad, no me acuerdo de ella… aunque tampoco me habría acordado de tu primo.

—Pero te acordaste de mí.

—Sí, y fue suficiente —puntualizó Ray, con una sonrisa.

Después de eso, la música paró por un buen rato. Siguiendo a su primo con la vista, Nina vio que se dirigía fuera. Tiró a Ray de la manga, y ambos fueron tras Jean; se lo encontraron en la entrada, fumando. La señorita Géroux, por su parte, se habá quedado dentro.

—Hola, prima —la saludó Jean—. Veo que vienes acompañada.

—Deja de fumar, Jean —lo reprendió ella—. ¿Cuándo has empezado?

—No puedo ser un caballero si no me fumo un cigarro de vez en cuando —se burló él.

De repente, Annabelle Géroux se asomó por la puerta, con expresión descompuesta.

—¡Jean! —exclamó lastimeramente—. Jean, tienes que ayudarme.

—¿Qué ha ocurrido, querida? —preguntó Jean, que sin embargo no parecía muy alarmado.

—Ven conmigo —pidió la señorita Géroux. Jean la siguió, no sin antes dirigir una mirada de disculpa a Nina; pero no fue necesaria, puesto que Nina y Ray, al parecer bastante más extrañados que él, los acompañaron también.

La señorita Géroux los condujo a través del salón, y subió las escaleras hasta el segundo piso. Luego se adentró por el pasillo, hasta llegar a una habitación, tan lujosamente decorada como todo lo demás, que tenía un gran ventanal al fondo. El ventanal estaba abierto, y daba hacia una de las torrecillas que decoraban el palacete; la casa tenía varias de estas, dos más grandes en la parte delantera y otras tantas más pequeñas en la posterior. Esta era una de estas últimas, y tenía el aspecto que tendría una torre de un mago en miniatura: redonda, con un ventanuco a uno de los lados, y con un tejado puntiagudo hecho de tejas de azulejo azul brillante.

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Tomó su mano. Ray la condujo hacia el centro de la sala, donde había ya varias parejas. Enderezó la espalda como un bailarín profesional y la cogió por la cintura; y, en cuanto la música comenzó de nuevo, inició un vals con pasos limpios y cuidados, y ritmo perfecto. Nina lo siguió, un tanto sorprendida, y dieron varias vueltas por el salón; Ray llevaba el paso con tanta fluidez que, en lugar de bailar, parecía que flotaban.

—Eres un experto bailarín —exclamó ella, tras unos momentos.

—Tú tampoco lo haces nada mal —contestó él.

—¿Dónde lo aprendiste?

Su acompañante sonrió con picardía.

—¿Qué esperabas? —quiso saber—. Quizás no me guste el caviar; pero de esto sé más que la mayoría de los que están aquí.

—No, no, en serio —insistió ella, devolviéndole la sonrisa—. No sabía que supieras bailar tan bien. ¿Dónde lo aprendiste?

—¡Ja! —se regodeó él, pero al fin contestó—. En Viena.

—¿En Viena? —se asombró Nina—. ¿Has estado en Viena?

—Sí, un tiempo.

—Debes de haber viajado mucho.

Ray asintió. La pieza terminó casi en ese mismo momento, y fue sustituida por una mucho más lenta y melódica. Siguieron danzando, pero no reanudaron la conversación, porque rápidamente llamó su atención otra cosa.

—Nina, ¿no es ese tu primo? —preguntó Ray, señalando con la mirada a una pareja al otro lado de la zona de baile.

En cuanto pudo, Nina echó un vistazo. En efecto, allí estaba Jean, acompañado por la señorita Annabelle Géroux.

—¿Quién está con él? —quiso saber Ray.

—Es la señorita Géroux —contestó Nina—. También estuvo aquel día en el circo.

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—Será mejor que volvamos con los Leclair y dejemos que los jóvenes se diviertan, querido; o la señora Leclair pensará que la estamos ignorando —dijo.

El señor Mercier asintió.

—Pasadlo bien —dijo, y se alejó junto con su mujer. Tras un momento, Nina y Ray se dirigieron a una de las mesas del bufet.

—¡Oh! Ese es nuestro anfitrión —se percató Nina, señalando disimuladamente a un hombre de aspecto aburrido que conversaba con una señora de aspecto igualmente aburrido—. Deberíamos ir a saludar.

—No parece tener ochenta años —comentó Ray en voz baja.

—No es el señor Patenaude —le susurró Nina, mientras se acercaban—. Es uno de sus hijos.

Saludaron al falso señor Patenaude, que no les prestó mucha atención, y volvieron al bufet. Ray se sirvió un canapé de caviar.

—Esto sabe horrible —declaró, agriando el ceño.

—Sí, tampoco son mis favoritos —rió Nina, cogiendo para él un volován relleno—. Prueba esto.

Ray necesitó un par de intentos para darse por satisfecho con algo, y aún así solo fue a medias.

—Menudo paladar más exigente —se burló de él Nina, e hizo un gesto en dirección a los músicos—. Espero que tu gusto en música no sea igual de severo.

—No, eso está bien —concedió Ray, riéndose con la boca llena. Tragó apresuradamente, y le tendió una mano a Nina—. Señorita, ¿me concede este baile?

—Por supuesto, caballero —accedió ella.