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Él volvió a cerrar, y se dirigieron hacia la estación de metro. Por el camino, Nina no pudo evitar dar rienda suelta a su curiosidad.

—Dijiste que Capuleto era tu tío, ¿verdad? —preguntó.

—No —negó Ray, y un momento después rectificó, con el aire de a quien han pillado en una mentira—. Es decir, sí, lo dije. Llevo muchos años viviendo con él, y a veces lo presento como mi tío, pero en realidad no somos parientes. Es como… mi mentor, si quieres.

—¿Tu mentor?

—Sí, él me enseñó todo lo que sé —asintió Ray—, en esto del circo.

—¿Y tus padres? —preguntó Nina.

—No tengo —Ray se encogió de hombros.

—Dios mío, lo siento —se horrorizó ella—. ¿Murieron?

—¿Qué? No, no —contestó rápidamente él—. Pero mi familia está muy lejos, y llevo mucho tiempo sin verlos… y, en realidad, a estas alturas Capuleto es más un padre para mí de lo que nunca fueron mis padres verdaderos.

Nina no quiso seguir indagando, pero se quedó con mal sabor de boca. Cuando llegaron a la estación, se volvió a Ray.

—Gracias por dejarme la ropa —recordó—. Te la devolveré en cuanto pueda, te lo aseguro.

—No hay problema —respondió Ray, desechando las prisas con un gesto.

—No sé si podré venir mañana —musitó ella—, pero el viernes habré terminado las clases, y tendré tiempo hasta Navidad.

Él sonrió, y antes de que se fuera le estampó un beso furtivo en la frente.

—Ven cuando quieras —la invitó.

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—¡El dueño de la caravana! —Capuleto se echó a reír—. ¿Así es como me presentas, tunante? ¿Eso es lo que soy, el dueño de la caravana?

—Ejem —carraspeó Ray, disimulando una sonrisa—. Perdona. Nina, este es Capuleto, funambulista del circo, y gruñón profesional; y Rosa, la pobre mujer que hace que ni él ni yo nos muramos de hambre o tengamos que subsistir únicamente a base de sopas de sobre.

Nina también reprimió una risilla, pero Capuleto siguió riéndose sonoramente. Rosa sonrió, y fue a pasar al baño.

—Ray, hijo —llamó al cabo de un momento—, ¿qué es esto?

—¡Oh! —saltó Nina, rápidamente—. Disculpe; eso es mío. De todas maneras, creo que es hora de que me vaya, Ray.

—¿No quieres quedarte a cenar? —preguntó él.

—No, no —se negó ella, a punto de ruborizarse de nuevo—, gracias. Lo mejor será que me vaya ya, y no me arriesgue a quedarme otra vez sin metro.

—Como veas —suspiró él, y se levantó—. Te acompaño a la estación.

—No hace falta.

Pero él insistió. Rosa les dio una bolsa, para que Nina pudiera meter su ropa mojada; Capuleto, mientras tanto, sacó una cerveza y se sentó en el sofá, y se dedicó con aire distraído a cambiar de sitio las piezas de la partida de Monopoly que ya no iban a terminar.

Cuando salieron, había dejado de llover. Ray quitó la cadena de la cancela, y la abrió con aire de chambelán de palacio, apartándose para que Nina pudiera pasar.

—Así es como se hace, señorita —se burló de ella—. Para eso se inventaron las puertas.

—Oh, deja ya de reírte de mí —protestó Nina.

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—Supongo que no debería ni nombrarte el parchís, ¿verdad? —siguió ignorándola él deliberadamente. Volvió hacia la cómoda, y de otro cajón sacó varias cajas. Tenía el Risk, el Monopoly, unos Juegos Reunidos en versión compacta, y varios otros que Nina no conocía—. ¿Cuál te gusta más?

—Eh… coge el que quieras —contestó Nina, confusa—. Tampoco tengo nada contra el parchís.

—¿Una universitaria, jugando al parchís? —se divirtió Ray a su costa—. ¿Qué quieres, que te quiten la licencia de intelectual? Mejor un poco de Monopoly.

Así que pasaron el resto de la tarde inmersos en la compraventa de paseos y casas y hoteles. Nina era muy competitiva, cuando se picaba, y Ray resultó no ser menos. La partida se les alargó mucho, y estuvieron a punto de pelearse en un par de ocasiones; pero se lo pasaron muy bien. Ray iba ganando por un amplio margen, tanto que empezaba a parecer que no merecía la pena terminar, y fuera había oscurecido ya, cuando de repente se abrió la puerta de la caravana.

Entró un hombre de unos cuarenta y cinco años, que tenía aspecto de haber sido muy atlético hasta no hacía mucho, pero que ya empezaba a quedarse calvo y a ponerse un tanto gordo; y una mujer de aproximadamente la misma edad, rechoncha y no muy hermosa, pero de cara agradable. Ambos pasaron al interior de la estancia aún en medio de una conversación; el hombre hablaba, con un volumen de voz muy alto, sobre motores de motocicletas.

—¿Qué tenemos aquí? —exclamó, en cuanto se percató de que tenían compañía, y se dirigió a Ray—. ¿Tienes una invitada?

—Sí —contestó Ray, repantigándose sobre el sofá—. Esta es Nina Mercier. Nina… estos son Capuleto, el dueño de la caravana, y Rosa, su novia.

—Es un placer —dijo Nina, preguntándose en su fuero interno si había visto a alguno de los dos en algún número del circo. No le sonaban, pero durante la función todo el mundo iba tan maquillado que era casi irreconocible.

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Pese a todo, Nina insistió en cambiarse en el baño. La ropa que Ray le había dejado le estaba muy grande, y entre eso y que el maquillaje se le había corrido completamente, parecía una mezcla entre drag queen daltónica y jugador de baloncesto con enanismo. A base de agua y jabón, consiguió quitarse el rímel y el pintalabios, y pasar a parecer, de ambas cosas, solo lo último.

Salió del servicio un poco avergonzada.

—¿Dónde puedo dejar mi ropa? —preguntó—. No quiero llenarlo todo de tierra.

—Déjala en el lavabo —contestó Ray, que, sentado de nuevo en el sofá, la contemplaba con ojo crítico.

Sintiéndose observada, Nina dejó su ropa, su sombrero y su paraguas dentro del lavabo, y volvió a salir un tanto incómoda. Nina era una chica a la que le gustaba ir siempre bien arreglada, y se conjuntaba y pintaba siempre con cuidado. Esta era la primera ocasión en la que Ray la veía sin maquillaje; y el estar embutida en aquel traje como en un saco de patatas tampoco la favorecía mucho.

—Si eres tan amable de prestarme esta muda por un día, creo que lo mejor será que me vaya a casa —sugirió, un tanto nerviosa.

—Eres guapa de verdad —comentó él de improviso, sin escucharla.

—¿Qué? —preguntó ella, confundida.

Él arrugó la nariz.

—Las chicas lleváis a veces tanto maquillaje que uno nunca está seguro de si las que son guapas lo son de verdad, o si es todo pintura —observó él, mordiéndose el labio inferior—. Pero tú sigues siendo guapa, sin maquillar y con esas pintas. —dijo, como si fuera lo más natural del mundo; y después de eso se dio una palmada en los muslos, y se levantó—. ¡Bueno! Te prometí que te enseñaría mis juegos de mesa, y nadie podrá decir que Ray Sala es un mentiroso. ¿A qué quieres jugar?

—¿Me has oído? —se extrañó ella—. Decía que, si me dejas…

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—Sí, sí —masculló Nina—. Es lo que debería haber hecho. ¿Qué quieres? A veces una tiene esa clase de ideas absurdas.

Ray se rió un poco más.

—¿Te has hecho daño? —preguntó, no obstante.

—No; estoy bien.

—¿No te habrás torcido el tobillo? —sugirió, en tono de guasa—. Si te has torcido el tobillo, o si te apetece fingir que te lo has torcido para sentirte como una princesa, puedo llevarte a casa en brazos… como un príncipe azul.

—Mi casa está un poco lejos, gracias —se rió Nina para sus adentros.

—Hablando de eso —recordó Ray; y extendió teatralmente los brazos a su alrededor—, bienvenida a mi humilde hogar.

Ella se lo agradeció.

—Pensaba que no volverías —confesó él.

—¿Por qué pensabas eso? —se extrañó ella. Pero él se encogió de hombros, y no le respondió.

—Te resfriarás si sigues mucho rato con esa ropa mojada —dijo, en su lugar—. ¿Quieres cambiarte?

—No he traído más ropa —señaló Nina, frunciendo el ceño.

—No pasa nada. Puedo dejarte algo —ofreció Ray—. Por supuesto, sería mejor que te lo prestase Rosa, pero no está; Capuleto y ella han salido. —diciendo esto, se levantó, y se acercó a la cómoda; abrió uno de los cajones, y empezó a sacar cosas—. Pero no importa. Puedo dejarte… a ver, pantalones, una camiseta, un jersey. Supongo que te estarán algo grandes, pero ese no es el mayor problema ahora mismo, ¿no?

—Gracias —dijo Nina; porque, la verdad, empezaba a tener algo de frío.

—No hay de qué. Toma —Ray le entregó las prendas—. Cámbiate; no miraré.

—Me cambiaré en el baño —respondió ella.

—Es un poco estrecho. Ya te he dicho que no voy a mirar.

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Nina giró la manivela, y comprobó que la puerta estaba abierta. Pasó; se encontró en un pequeño salón de caravana color beige, con mantas de color burdeos cubriendo los asientos a modo de tapicería, y tazas usadas por todas partes. Sentado a la mesa, delante de un periódico, estaba Ray, que la contempló como quien ve una aparición.

—¿Qué te ha pasado? —exclamó, echándose a reír.

—He tenido un pequeño accidente —carraspeó Nina, preguntándose si las manchas de lodo en sus mejillas disimularían que se había puesto completamente roja—. ¿Puedo lavarme la cara?

Ray señaló hacia uno de los lados, hacia la puerta que llevaba a un minúsculo baño.

—Por supuesto —dijo—. Y sécate; hay toallas en el casillero encima del lavabo.

Nina se lavó la cara, se alisó un poco el pelo, y trató de secarse y de quitarse cuantas manchas de barro le fue posible. Cuando volvió a salir, aunque seguía hecha un desastre, ya parecía otra vez una persona.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Ray, acercándole una silla.

Nina dudó por un momento si decir la verdad o no, porque al fin y al cabo había hecho un ridículo espantoso; pero terminó por contarle que se había encontrado la cancela cerrada, y su ingeniosa idea de entrar haciendo equilibrios sobre la baranda del río. Ray estalló en carcajadas, y no dejó de reírse hasta un buen rato después.

—Pero ¿por qué no has quitado la cadena? —quiso saber—. Solo la han puesto porque no paraba de pasar gente que no debía entrar aquí, pero es fácil de quitar y poner.

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Por fortuna, la orilla del río estaba completamente enlodada, y a pesar de que Nina soltó un pequeño grito y cayó como un saco de patatas, no se hizo ningún daño serio. En la caída soltó el paraguas, que acabó tirado a varios metros; perdió el sombrero; y se golpeó el trasero y acabó tumbada sobre el barro, lo que la hirió más en su orgullo que en otra cosa.

—Y, señoras y señores… la magnífica artista Nina Mercier se precipita contra la red de seguridad —farfulló con sarcasmo, mientras comprobaba que no se había roto nada, y se ponía en pie. Recogió su sombrero y su paraguas, y, aunque renqueando un poco, se puso a buscar una forma de volver a subir al solar desde la orilla del río. La encontró enseguida: a pocos metros había una escalinata, también de piedra y llena de moho, que llevaba desde el solar al riachuelo y viceversa.

—Podría haber bajado al río, y subido por aquí —refunfuñó Nina, que ahora que se había caído ya no encontraba su aventuresca ocurrencia tan divertida. Sin embargo, tampoco sabía dónde podía haber otra escalera como aquella para bajar al arroyo, y quizás estaba bastante lejos; así que había sido un golpe de suerte que hubiese una justo allí.

Subió los pocos escalones, y llegó por fin al recinto de las autocaravanas. Miró su propio atuendo: había conseguido llenarse de barro de los pies a la cabeza, y tenía un aspecto bastante grotesco, por no hablar de que hacía frío. Por un momento, pensó en volver por donde había venido e ir a casa a cambiarse; pero estaba un poco lejos, y tendría que coger el metro. Esa idea no le hizo mucha gracia, y al cabo de un momento, mal que le pesara a su vanidad, le pareció todavía más descabellada que la de dejar que Ray la viera con aquellas pintas. Así que, sobreponiéndose a las sonadas protestas de su sentido del ridículo, se acercó a la puerta de la caravana de este, y llamó.

—Pase —escuchó una voz, dentro.

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Nina se sonrió ante el plan tan peregrino que se le acababa de ocurrir. Ella era una señorita bien educada, y no hacía tales cosas como colarse en una zona vallada aprovechando que podía caminar sobre el pasamanos del río… pero la idea le hacía bastante gracia; y, lo más importante, Ray la había invitado a pasar y a volver a visitarlo, así que aunque entrase en el recinto no estaba allanando la propiedad de nadie.

Con eso en mente, se pasó el paraguas de una mano a otra, se recogió un poco la falda, y se subió a la baranda. Se dio cuenta enseguida de que, con la llovizna, estaba un poco resbaladiza; no había contado con eso, pero no se dejó arredrar. Con cuidado, pasó por el lugar en el que la verja metálica se apoyaba sobre el pequeño muro; no tuvo problemas para cruzarlo. Después, continuó avanzando por el pasamanos de piedra, sintiéndose ella misma una funambulista.

—Y la gran artista Nina Mercier camina sobre la cuerda floja… —musitó para sí, divertida—. Damas y caballeros, ¡avanza grácilmente y sin miedo a las alturas!

Debía de ofrecer una extraña estampa, haciendo equilibrios sobre el pequeño muro. Pasó junto a la carpa del circo, y cruzó una segunda valla, que separaba este de la zona de las caravanas; pero en este segundo paso la chaqueta se le quedó enganchada en la verja, y, con el paraguas aún en la otra mano, tuvo que retorcerse para soltarla. Después de eso, dio un par más de pasos… y de repente pisó una losa un poco más mojada que las demás, y resbaló; con tan mala suerte que cayó no a su izquierda, donde la baranda se levantaba como mucho un metro del terreno, sino al lado del río, donde el suelo estaba algo más lejos.

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3. Jugadores de baloncesto con enanismo

 

Nina no consiguió ir al día siguiente. Tuvo que entregar algunos últimos trabajos para la facultad, y pasó toda la tarde encerrada en la biblioteca con algunas de sus compañeras. Tampoco el siguiente, y eso la molestó mucho. Todo lo que había pasado hasta entonces se le aparecía como una especie de sueño lejano; y eso la inquietaba. Así que resolvió apresurar todo lo que tenía que hacer, y así hacer sitio para, tres días después de la cena en Altoviti Pizza & Pasta, volver al Circo Berlinés.

Por supuesto, esta vez hizo todo lo posible porque su visita no coincidiera con una actuación; pues, por mucho que no le disgustara ver a Ray balanceándose por las alturas como un mono saltarín, no creía que pudiese aguantar una vez más a aquel payaso haciendo ruidos de cerdito. Como ya conocía los horarios, no le resultó difícil, y apareció por allí cuando todos los artistas estaban metidos en sus caravanas, refugiándose de la llovizna de la que Nina se protegía con un paraguas verde pistacho.

Nina se acercó a la cancela. Para su sorpresa, se encontró la verja cerrada; pero no con el alambre, como había estado antes, sino bien cerrada y anudada con una cadena. Nina se imaginó que los artistas se habían cansado de que los chavales, o quien fuese que dejase aquello abierto, entrase allí como Pedro por su casa, y no se molestase ni en cerrar. Echó un vistazo a la cadena; quizás podría desenredarla, pero después tendría que dejarla como la había encontrado, y no estaba segura de poder hacer ninguna de las dos cosas, porque la forma en la que estaba puesta era un poco enrevesada.

Contrariada, Nina dio una vuelta, mirando a su alrededor. El resto de la zona de caravanas estaba rodeado por una valla metálica, y tratar de escalarla no le parecía una idea muy decente… pero por la parte que lindaba con el río no había semejante verja; esta llegaba únicamente hasta la baranda y el muro de piedra que separaban el arroyo del resto de la zona, un poco más elevado. Se acercó hasta allí; la baranda era bastante ancha. Si caminaba por ella un corto trecho se colaría en el recinto de la carpa del circo; y si avanzaba un poco más, llegaría al de las caravanas.