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—Y harás bien en decidir que yo no puedo tenerte —zanjó Ray, levantándose—. Lo siento, Nina. Esto no podía funcionar desde un principio.

—No puedes hacerme esto —musitó Nina, incrédula.

—Sí. Sí puedo —afirmó él—. Al igual que tú, yo también tengo libertad de elección. Adiós, Nina.

Y fue hacia el dormitorio, y comenzó a tirar sus cosas dentro de las mismas bolsas de viaje en las que las había traído un mes antes. Nina, pasmada, se quedó un rato encogida en el sofá, sin saber cómo reaccionar.

—Pues vete, si eso es lo que quieres —le gritó al fin a Ray, desde el salón—. ¡Vete, y déjame! ¡Maldita sea!

Ray terminó de empacar tan precipitadamente como había empezado, y cruzó el salón en dirección a la puerta.

—Las llaves —dijo, dejando caer su copia de las llaves en el cesto donde Nina guardaba las suyas; como ella no dijo nada, se volvió una vez más para mirarla—. Adiós, Nina —repitió, en un susurro.

—Adiós —murmuró ella—. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vete de una vez!

Y antes de que pudiera darse cuenta escuchó el sonido de la puerta, y cuando levantó la vista Ray había desaparecido.

Los señores Mercier volvieron a visitar a su hija una semana después. Hasta entonces, Nina estuvo en una especie de trance; y solo el que la mitad de las cosas de Ray siguieran desperdigadas por su piso la convenció de que todo aquello no había sido alguna extraña imaginación suya. Ray había empaquetado sus cosas con tanta rapidez que se había dejado casi todo; su cepillo de dientes estaba en el baño, su ropa sucia seguía en el cesto de la lavadora, y, básicamente, lo único que se había llevado había sido la ropa que en ese momento tenía en el armario, y sus juegos de mesa.

Los señores Mercier vinieron esta vez con una actitud menos combativa, y, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Nina, probablemente eso fue lo mejor.

—Quizás no haya sido muy buena idea decirte todo esto ahora, cuando estás agobiada por los exámenes, y por terminar la carrera —sugirió el señor Mercier—. Deberíamos haber esperado al verano. Lo mejor será que te olvides de todo esto hasta entonces, y ya lo retomaremos.

—Recuerda que solo queremos lo mejor para ti —insistió la señora Mercier.

Nina, que no tenía ganas de pensar en nada, dijo que sí a todo, y se despidió de ellos en el mismo estado en el que los había recibido.

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—¿Y crees que yo no te quiero? —respondió él—. Pero aún así, no es una idea sensata, y lo sabes; ambos lo sabemos. Incluso aunque estuvieras dispuesta a tirarlo todo por la borda, a sacrificarlo todo solo para casarte conmigo, ¿qué crees que dirían tus padres? ¿Qué diría el resto de tu familia? ¡Dejarían de hablarte, como poco! ¿Es eso lo que quieres? —suspiró—. No es lo que yo quiero para ti, desde luego.

—Ray… —musitó ella, atónita— ¿cómo puedes decirme esto?

—¿Es que me equivoco? —farfulló él—. Nina, no te estoy diciendo que tengas que casarte con ese Gallory, o Guillory, o como se llame. Si no le quieres, y no te hace feliz, no deberías hacerlo, para agradar a nadie. Estoy seguro de que tus padres, aunque no les guste, podrán aceptar eso… Y, con el tiempo, encontrarás a alguien, a alguien más cercano a tu esfera, que complazca a tus padres y te complazca a ti; y entonces todo irá bien.

Diciendo eso, se separó de ella.

—No soy el único hombre en el mundo, Nina, y desde luego no soy el más apropiado para ti —agregó.

—No digas tonterías —exclamó ella—. No quiero a otro. No quiero a ningún otro. Te quiero a ti.

Ahora me quieres a mí —dijo él—. Pero eso también pasará, y entonces te alegrarás de no haber actuado con precipitación. Ah, demonios, Nina; desde el momento en que te vi, desde el mismo momento en que te saqué a la pista, supe que tú no eras algo que yo podía tener.

Casi escupió esa última frase. Eso acabó de sacar a Nina de sus casillas.

—¡Eso no te corresponde decidirlo a ti —gritó—, ni a mis padres, ni a ningún otro! La única que puede decidir quién puede tenerme, y quién no, soy yo.

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—Es exactamente lo mismo, ¿no? —suspiró él.

—Sí —reconoció ella con entereza, tras un momento—, sí, sí lo es. Tienes toda la razón, Ray. Pero… nunca pensé que me pasaría a mí.

Ray bajó la vista, con expresión apesadumbrada. Permanecieron unos minutos en silencio.

—Esto es horrible —dijo ella al final—. Me siento tan desgraciada. Me gustaría estar lejos de aquí, me gustaría… estar en cualquier otro lugar.

Ray la abrazó, y ella se apretujó contra él, sintiéndose infeliz.

—Pero no lo haré —bufó—. No pienso ir a conocer a algún tipo, y luego casarme con él, y jugar a que soy feliz el resto de mi vida, solo porque ellos me lo digan. Ray, no lo haré. Te quiero a ti, y a nadie más.

—Yo… también te quiero, Nina. Pero…

—¿Pero?

—Pero quizás tus padres tengan razón. —musitó él—. Quizás yo no soy adecuado para ti.

Ella se tensó.

—¿Por qué dices eso? —exclamó.

—Bueno, Nina —dijo él; parecía deprimido—, tú eres una persona de un determinado estrato social, acostumbrada a… ciertas cosas. Yo pertenezco a otro estrato, y no puedo proporcionártelas. Porque… —calló por un momento, pensando— seamos realistas, Nina: no creo que quieras acabar siendo la esposa del camarero de Tony Altoviti.

—¡Querría acabar siendo la esposa de un vagabundo si ese vagabundo fueras tú! —estalló Nina—. ¡Yo te quiero, Ray!

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—¡Basta! —repitió el señor Mercier—. ¡Ya es suficiente! Nina, vas a conocer a ese joven, te guste o no. Y quiero que te hagas a la idea de que ya, prácticamente, es tu prometido.

—¡Dejadme tranquila! —chilló Nina—. ¡Dejadme en paz!

—Hija, ¿pero qué te pasa? —se asombró la señora Mercier.

—Déjala —tronó el señor Mercier—. Se ve que hoy no se puede hablar con ella. Ya volveremos cuando sea más razonable.

Y con esas palabras, el señor Mercier tomó a su mujer del brazo y salió del apartamento con un portazo. Nina, temblando de rabia, no supo qué hacer por un momento; finalmente, se dejó caer sobre el sofá y se abrazó a uno de los cojines.

En ese momento, Ray se asomó desde el pasillo.

—Nina —musitó.

—¿Lo has oído? —exclamó ella, desecha en lágrimas—. ¿Los has oído?

—Sí —asintió Ray, que, pese a lo que había dicho, no se había escondido literalmente bajo la cama—. Nina, oye…

—¿Cómo pueden hacerme esto? —sollozó la chica—. ¿Es que no les importa nada lo que me pase? ¿Es que no les importa nada lo que pienso?

—Quizás es al contrario —sugirió él, con cautela, tras sentarse a su lado—. Hacen esto porque les importa qué te pase.

—Pero no lo que pienso —masculló Nina con rabia—. ¿Cómo pueden hacerme algo así?

Ray la contempló en silencio.

—Pensé que esto era lo normal en tu familia —murmuró al fin.

Ella dejó de sollozar por un momento.

—¿Por qué pensaste eso? —hipó.

—Bueno, lo que me contaste —dijo él—, sobre tu prima Alina, y tu tía Renata, y…

Nina sollozó.

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—Nina, ¿de qué va todo esto? —el señor Mercier alzó la voz—. ¿Es que sigues con alguno de esos… novietes tuyos de la universidad? Eso está bien para que te diviertas un poco, mientras todavía eres joven, pero nada más. Y lo hemos tolerado, como ese… esa especie de hippie que llevaste a la fiesta de Navidad. Pero ¿no creerás que esa clase de personas son una buena elección para un marido?

Nina enrojeció, furiosa, y no dijo nada.

—No, no, no —siguió su padre—. No puedo creer que seas tan necia. Nosotros te buscaremos una buena pareja… de hecho, ya te la hemos buscado; y, cuando lo conozcas, verás como es un hombre adecuado para ti, mucho mejor que esos muchachos de baja estofa.

—Escucha a tus padres, Nina —dijo la señora Mercier, que no parecía entender dónde estaba el problema—. Nosotros sabemos lo que es mejor para ti.

—No, ¡no lo sabéis! —gritó Nina, levantándose bruscamente—. ¿Por qué queréis hacerme esto?

—Porque es lo mejor para ti —insistió la señora Mercier, completamente desconcertada.

—Nina, ¡no le hables así a tu madre! —gritó a su vez el señor Mercier—. ¿Cómo puedes ser tan maleducada?

—¿Cómo podéis decirme estas cosas, tan tranquilos? —vociferó Nina—. ¿Qué idea tenéis en la cabeza: que podéis emparejarme con alguien, con cualquiera, y que a mí me gustará, simplemente porque soy vuestra hija? ¿Y si no es así? ¿Y si no me gusta? ¿Qué haréis entonces?

—¡Basta! —bramó el señor Mercier—. Por supuesto que te gustará. Con el tiempo comprenderás que es lo mejor: para ti, para tu vida, y para toda la familia.

—¡No lo es! —gritó Nina.

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—Hija —dijo entonces el señor Mercier—, venimos a hablarte de algo serio.

—¿Qué es, papá? —preguntó Nina.

—Bueno, hija, ya eres bastante mayor, y estás a punto de terminar tu carrera —comenzó el señor Mercier—, y tu madre y yo hemos creído que ya es hora de que te cases.

Nina casi escupió el café.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, atragantándose y empezando a toser.

Su madre le dio unas palmaditas en la espalda, y después dijo:

—Ya pronto tendrás veinticuatro años, Nina. Yo, a tu edad, ya estaba casada. Y hemos encontrado un muchacho muy agradable, que sin duda será un buen marido para ti.

—¿Me habéis buscado un pretendiente? —exclamó Nina, sobresaltada—. ¿Por qué habéis hecho eso?

—Te hemos buscado un prometido, querida —corrigió su padre, muy tranquilo—. Es el hijo mayor del señor Guillory, Gérard; un joven de tu edad, muy respetable y desenvuelto, que ya es directivo en la empresa de su familia. Sin duda, un buen partido para ti.

—No conozco a ese Gérard Guillory —barbotó Nina, con muy malos modos—. Pero ¿qué os hace pensar que quiero casarme con él?

—Hija mía, pues te lo acabo de decir —comenzó a perder la calma el señor Mercier—. Es un buen partido, y muy buena conexión. ¿De qué te quejas?

—¿Que de qué me quejo? —protestó Nina—. ¡No quiero casarme con alguien que elijáis a dedo para mí! ¡Quiero elegir si y con quién casarme, y cuándo, y por qué!

—Hija mía, pero qué dices —suspiró la señora Mercier.

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—Lo siento —dijo—. Debería… supongo que debería habérselo dicho hace ya tiempo.

—No creo —contestó él, que no se sentía ofendido en lo más mínimo—. Por lo que me imagino de tus padres, no pienso que la idea vaya a hacerles mucha gracia.

—Pero, Ray —insistió ella—. Me siento mal por ello… es como si me avergonzase de ti, y no es así. —exhaló un suspiro, y tomó una decisión—. Ahora, cuando vengan, se lo diré.

Ray frunció el ceño.

—¿Estás segura? —dijo—. Puedo salir a la calle a dar una vuelta. No tienen por qué saber qué estoy aquí.

—Ray, eso estaría mal —contestó ella—. No puedo permitirlo.

—También puedo esconderme debajo de la cama —sugirió él—. Sinceramente, hay algo en todo esto que me da mala espina.

—¿Qué te da mala espina? Solo son mis padres.

—Discúlpame —dijo él, aún con el ceño fruncido—, pero creo que debajo de la cama estaré bien.

Ella lo miró con estupor.

—Lo mejor será que no les digas nada antes de tantear un poco el asunto —afirmó él—. Nina, lo último que quiero es crear problemas.

—¿En serio piensas esconderte debajo de la cama cuando vengan mis padres? —exclamó ella.

Pero no hubo manera de convencerlo de lo contrario. Cuando llamaron a la puerta, Ray desapareció en el dormitorio, y Nina no pudo menos que imaginar que efectivamente se había escondido debajo de la cama.

—Hola, mamá. Hola, papá —los saludó, dándole un beso a cada uno. Ellos hicieron lo mismo, y después de que les hubo ofrecido un café (lo cual, como Jean ya había señalado, hacía siempre con todos los visitantes), se sentaron todos a la mesa, en una pequeña estampa de reunión familiar.

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7. Los señores Mercier entran en escena

 

Nina consiguió hacer que Ray cambiara de opinión; y tanto que lo consiguió. Ray encontró trabajo muy pronto, concretamente, en la pizzería de Tony Altoviti; pero, bien entrado febrero, seguía viviendo en el apartamento de Nina, y empezaba a desistir de intentar convencerla de que debía marcharse. El lugar era pequeño, pero ningún lugar es demasiado pequeño para dos jóvenes enamorados, e incluso cuando Nina comenzó a agobiarse por la presión de aprobar los exámenes de su último año de universidad no notaron la estrechez. Ray estaba satisfecho trabajando para el guasón de Altoviti, y la rutina no parecía aburrirlo; Nina, cuya vida también había cambiado un montón desde el mes de diciembre, estaba feliz. Incluso Jean pasó a visitarlos un par de veces, y mantuvo la boca cerrada sobre todo lo que había dicho en la fiesta de Navidad; hasta pareció que, con el cambio de ocupación de Ray, la cosa empezaba a parecerle mucho más aceptable.

Entonces, un día, llamaron al teléfono.

—Hola, mamá —contestó Nina—. ¿Cómo estás?

La señora Mercier, al otro lado de la línea, dio una respuesta genérica, y ambas mantuvieron una conversación estándar durante unos minutos.

—Dime, hija —empezó entonces la señora Mercier—. ¿Estás ocupada?

—No —contestó Nina—. ¿Por qué?

—Tu padre y yo necesitamos hablar contigo de un asunto —anunció su madre—, a solas. ¿Tienes invitados ahora mismo, o podemos ir a verte?

Nina echó una ojeada a Ray, que estaba al otro lado de la habitación. Aún no le había dicho a sus padres que vivía con él, y, a decir verdad, no había tenido intención de hacerlo pronto.

—No —mintió, al fin—. Venid cuando queráis. Quizás… yo también tenga algo que contaros.

Cuando colgó, miró a Ray con expresión contrita, como si se disculpara.