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El jefe (o lo que es lo mismo, el jefe de pista, que era quien hacía de mandamás en aquel circo) no se quedó, en efecto, nada contento, pero al contrario que Capuleto no montó una escena. Demostró su desaprobación con palabras cortantes que sin embargo a Ray le resbalaron por completo; y, una vez que quedó zanjado que Pierre podía y quería sustituirlo, solucionando el problema de que se quedase un hueco vacío en el programa, se quedó con la conciencia tranquila, y no pudo pedir más. Tras llenar un par de bolsas de viaje con sus cosas, que no eran demasiadas, Capuleto y él orquestaron el equivalente a una despedida lacrimógena, que incluyó una gran cantidad de palabrotas y el destrozo de otra pieza de la vajilla.

—Os traeré una nueva taza antes del lunes —fue la última frase de Ray, en tono jocoso, antes de salir por la puerta con sus bultos a cuestas.

Se dirigió enseguida al apartamento de Nina. Esta pareció un poco sorprendida al verlo aparecer de repente con todas sus cosas.

—¿Has hablado con ellos? —preguntó, pues Ray no le había dicho nada antes de marcharse—. ¿Cómo ha ido?

—Tan bien como podía ir —admitió él, dejando las bolsas junto al sofá y sentándose—. Pero, bastante bien.

—¿Se han enfadado? —temió Nina.

—No —resumió Ray. Se echó hacia atrás, y al cabo de un momento agregó—. Nina, no me voy a quedar aquí mucho tiempo. En cuanto encuentre un trabajo me buscaré un piso.

—Lo que quieras —trató de no presionarlo ella, aunque secretamente dispuesta a hacerlo cambiar de opinión—. Tienes que hacer lo que te parezca mejor.

Después, como él no contestaba, y parecía perdido en sus pensamientos, añadió:

—Petardo.

—Petarda tú —le espetó Ray, intentando atraparla entre sus brazos; y acabaron lanzándose cojines y rodando sobre la alfombra.

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—Pierre es muy joven —protestó Capuleto.

—Yo también lo era cuando empecé —Ray se encogió de hombros.

Se hizo un silencio incómodo.

—Hablaré con el jefe —dijo Capuleto al fin.

—No, lo haré yo —dijo Ray—. Esto es cosa mía. Tú no tienes por qué asumir la responsabilidad de lo que yo haga.

—Iremos los dos —insistió Capuleto.

—Gracias —suspiró Ray.

—Sigues siendo un idiota desagradecido —le espetó Capuleto, que aún tenía que demostrar que estaba herido en lo más hondo.

—Querido… —murmuró Rosa.

Ray soltó una carcajada.

—Tú también eres como mi padre, Capuleto —confesó.

Capuleto hizo un gesto despectivo.

—Vamos a hablar con el jefe —gruñó, y se dirigió hacia la puerta. Ray miró a Rosa antes de salir también.

—Gracias, Rosa —dijo.

—Cuídate —contestó ella.

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Ray se dejó caer contra la pared y cruzó los brazos, muy frustrado. En ese momento intervino Rosa, que había estado observándolo todo apostada en la puerta del baño.

—Capuleto —dijo en tono suave, cogiendo su brazo—, Ray ya es un adulto, y tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Sé que te duele, pero al menos escucha lo que te quiere decir.

Capuleto la miró con rabia, como dispuesto a estallar de nuevo; pero un instante después respiró ruidosamente y se volvió otra vez hacia Ray.

—¿Qué me quieres decir, muchacho? —preguntó.

Ray respiró hondo también.

—Capuleto, sé que has hecho mucho por mí, y te lo agradeceré siempre —dijo—. Pero… llevo pensado esto ya un tiempo, y necesito cambiar de aires; necesito hacer algo nuevo. Y he conocido a una chica, así que…

—¿Una chica? —gruñó otra vez Capuleto—. ¿Nos dejas por una chica?

Ray titubeó.

—Incluso si ese fuese el caso, ¿cuál sería el problema? —intervino de nuevo Rosa, en su misión tranquilizadora—. Querido, tu muchacho ya es un hombre, y tiene una vida. Tal vez se equivoque, y tal vez no, pero debes dejarle vivirla… ¿no crees?

Capuleto volvió a debatirse entre la ira y la frustración y la tentación de ceder a las palabras amables de Rosa, y al final resopló sonoramente.

—Eres como mi hijo —barbotó, en la dirección general de Ray—. El jefe no estará contento de que te marches así, de improviso.

—Lo imagino —contestó este rápidamente—. Pero Pierre puede sustituirme… e imagino que lo estará deseando, porque hace ya tiempo que quería tener un número propio.

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Ray rumió sobre todo esto durante otros pocos días. Finalmente, se decidió a hablar con Rosa y Capuleto. Capuleto, como ya había esperado, no se lo tomó nada bien.

—¿¡Cómo que nos dejas!? —bramó—. ¡Que nos deja, dice! ¡Que nos deja!

—Capuleto… —empezó Ray, pacificador.

—¡No puedes dejarnos así como así! —gritó el hombre, paseando nerviosamente por el reducido espacio de la autocaravana- ¿¡Crees que puedes simplemente venir y decir un día «me voy», y desaparecer!? ¿Qué crees que es esto? ¿Una pensión?

Dio un puñetazo sobre la mesa, y un vaso vacío que quedaba sobre ella botó peligrosamente. Fuera de sí, Capuleto pasó la mirada de Ray al vaso, y lo lanzó al suelo de un manotazo. El vaso se quebró en pedazos con gran estruendo.

—Capuleto, escúchame —pidió Ray.

—No, ¡escúchame tú a mí! —siguió gritando Capuleto, pasando por encima de los fragmentos del cristal roto sin prestarles atención, y acercándose tanto a Ray que este tuvo que dar un paso atrás—. Eres un maldito desagradecido. ¿Cuántos años…? ¿Qué habría sido de ti sin mí? ¡Nada! —bramó, hincando el dedo índice en el pecho de Ray—. ¡Nada! ¡Yo te enseñé todo lo que sabes! ¡Yo te busqué un lugar en el mundo! —bramó—. ¡Y ahora vienes tú a decirme que lo dejas!

Ray frunció el ceño, dolido.

—Sabes que te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí, pero…

—¡Pero! —lo interrumpió Capuleto de nuevo, dándose la vuelta y volviendo a pasear nerviosamente por la caravana—. ¡Pero! ¡Pero, pero! ¡Debí imaginarme que esto pasaría! —gritó, intercalándolo todo con una serie de maldiciones cada vez más subidas de tono—. ¡En buena hora se me ocurrió a mí criar un chaval!

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—Sí, y como acabo de decir, no me hago más joven —repitió él—. No me malinterpretes; no es que mi carrera sea como las del deporte de competición en las que eres viejo a los veinte. Puedo seguir haciendo esto mucho tiempo; pero es cansado, y tarde o temprano tendré que buscarme otra cosa que hacer… y, la verdad, este es un momento tan bueno como cualquier otro.

Nina lo miró fijamente por un rato.

—Ray… dijo al fin—. ¿Estás seguro de esto? No quiero que, por mi culpa, tomes una decisión de la que luego tengas que arrepentirte.

—Lo sé. No te preocupes. Llevo dándole vueltas a esto un tiempo. —tomó la cabeza de ella entre sus manos, y le besó la frente—. Quizás hasta te esté usando como excusa para cambiar de vida. ¿Qué te parece eso?

—Eso me inquietaría mucho menos que lo contrario —rió ella.

—Tengo que hablar con Capuleto, de todas maneras. Y… no sé quién se molestará. Aún no te prometo nada, Nina.

—Entiendo. Pero, si te quedas en París… vendrás aquí, ¿verdad?

—No quiero invadir tu casa —protestó él.

—Ya es tarde para eso —se burló ella.

—Eso es distinto —insistió él, serio—. No quiero imponerme.

—No es ninguna imposición —replicó ella—. Ray, me encantaría que vivieras conmigo.

Él le dirigió una mirada enigmática.

—Quizás —dijo—. Quizás no. Como he dicho, aún no puedo prometer nada.

—En cualquier caso —zanjó ella—, si dejas el circo, te quedarás aquí, al menos hasta que encuentres otra cosa.

—Eso te lo agradeceré —cedió él.

—Entonces…

—Pero no empieces a hacer planes aún —advirtió una vez más.

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6. Ray toma una decisión

 

Las navidades se fueron tan rápidamente como habían venido, y Año Nuevo pasó también en un abrir y cerrar de ojos. Ray pasaba ahora prácticamente todo su tiempo libre en casa de Nina, y los dos estaban enamorados y eran tan felices como podían serlo… excepto por una cosa.

—Nina —empezó un día Ray, cuando los dos estaban tumbados en el sofá.

—¿Qué pasa, Ray?

—El circo se va pronto —musitó él.

Ella abrió los ojos.

—¿Cuándo? —preguntó.

—El lunes que viene —bufó él—. A Nantes, creo, o a sus alrededores.

—¿Tienes que irte? —dijo ella, con voz temblorosa.

—Sí —contestó él, tras un momento—. Sí.

Nina se acurrucó contra él, desconsolada.

—No quiero que te vayas —sollozó—. Ojalá no tuvieses que irte. Cómo me gustaría que pudieses quedarte aquí, conmigo… vivir aquí conmigo.

—A mí también me gustaría —murmuró él, deprimido.

Permanecieron abrazados un rato más. De repente, Ray soltó:

—En realidad… no tengo por qué irme.

Nina levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No tengo por qué irme con el circo si no quiero —explicó él—. Podría dejarlo, y quedarme aquí, en París, contigo.

—Pero Ray, si es tu trabajo —exclamó ella.

—Sí —asintió él—, sí que lo es… Pero siempre puedo cambiar de trabajo. —suspiró—. No es una idea tan peregrina como suena. Al fin y al cabo, no me hago más joven.

—Tienes veinticinco años —protestó Nina.