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La fiesta fue en el mismo palacete del señor Patenaude donde meses antes había llevado a Ray. En cuanto llegó, los señores Mercier, que habían temido que al final no apareciese, la condujeron, ávidos, hasta donde estaban los Guillory.

—Nina, estos son el señor y la señora Guillory —se los presentaron—, y su hijo mayor, el señor Gérard Guillory.

Nina murmuró por lo bajo lo encantada que estaba de conocerlos. Los señores Guillory, que al parecer ya la consideraban su futura nuera, la recibieron calurosamente y parecieron encantados con ella, a pesar de su cara de desgana y sus modales un tanto deficientes.

Gérard Guillory resultó ser un hombre de cara redonda y roja, con el ceño casi permanentemente fruncido. Llevaba un esmóquin muy elegante, que sin embargo no le favorecía mucho.

—Encantada de conocerla, señorita Mercier —fue lo primero que dijo, sin cambiar de expresión. Nina, que ya iba predispuesta a que no le gustase, lo encontró francamente desagradable.

—Lo mismo digo, señor Guillory —contestó, igualmente enojada.

—Estábamos ansiosos por conocerla, señorita Mercier —parloteó la señora Guillory, que era una mujer muy habladora y con una cara muy alegre—. ¡Nos han hablado tanto de usted! Gérard está entusiasmado de encontrarse por fin en su compañía, se lo digo yo.

—Por supuesto, así es —dijo a eso Gérard Guillory, con el mismo tono que si le estuviesen hablando de la guerra de Crimea.

—Señores Mercier, tienen ustedes una hija encantadora —sentenció entonces la señora Guillory.

—Nina ha estado muy ocupada con sus exámenes finales últimamente —pareció que la disculpaba la señora Mercier—, y está aún con la cabeza en la universidad.

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9. Gérard Guillory

 

Llegó el verano. Nina terminó sus exámenes y se graduó con honores. Aún no había sabido nada de Ray; había ido a ver a Tony Altoviti, con la esperanza de encontrarlo allí, pero había sido en vano.

—No, ya no trabaja aquí —le había dicho Altoviti—. Dijo que había tenido problemas, y que estaba pensando en marcharse de la ciudad.

—¿No sabe dónde fue? —inquirió Nina—, ¿o dónde puedo encontrarle?

—Lo siento, no sé nada más —Altoviti se encogió de hombros—. ¿Qué pasa con ustedes dos? Hacían una pareja muy mona. ¿Puedo ayudarles de alguna manera?

Nina le dejó su teléfono.

—Si sabe algo de Ray, ¿podría llamarme? —pidió.

Altoviti accedió de buen grado; pero no debió saber nada de Ray en los tiempos que siguieron, puesto que Nina nunca llegó a recibir una llamada suya.

Por otra parte, ahora que había terminado la carrera, sus padres volvieron a la carga. Ansiosos por presentarle a Gérard Guillory, insistieron e insistieron; y Nina, aunque al principio se negó firmemente, y tuvo más de un altercado con ellos por ese motivo, finalmente cedió a la presión. Hasta el último minuto estuvo dudando si ir o no a la fiesta en la que los señores Mercier pretendían presentarle a su supuesto prometido; pero el deseo de no dejarles en ridículo al no aparecer, sabiendo que ya lo habían organizado todo junto con la otra familia, la convenció al fin.

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Debió de quedarse dormida, porque se despertó horas más tarde, cuando ya había anochecido y la casa estaba oscura y silenciosa. Su marido no había llegado, pero eso no la preocupó. No había nada que le importase en aquel momento menos que el lugar en el que podía estar Gérard Guillory, o lo que podría estar haciendo.

Se levantó de la cama y vagó por la casa. En la oscuridad le pareció una casa extraña; no la reconocía como suya. Intentó llegar a las habitaciones de sus hijos, pero no las encontró; los pasillos estaban torcidos y deformes, y llevaban a lugares a los que no deberían llevar. Angustiada, continuó recorriendo los corredores, arrastrando los pies por la moqueta; hasta que, finalmente, al fondo del pasillo del segundo piso, encontró una habitación, lujosamente decorada, que tenía un gran ventanal, abierto, que daba hacia una de las torrecillas que decoraban el palacete…

Avanzó hacia la ventana, y sin mirar hacia abajo, se lanzó al vacío ―――――

 

Nina se despertó, sobresaltada. Miró a su alrededor con desconcierto; se encontraba en su cama, en su apartamento, el mismo apartamento que Ray había dejado precipitadamente unos meses antes.

Resoplando ruidosamente, se dio la vuelta en la cama, mientras los fragmentos de lo que había soñado comenzaban a disolverse en su mente. Pero una cosa se quedó: la idea de que había sido muy desagradable.

Alzó una mano y contempló confundida su propia palma durante un buen rato, sin saber muy bien qué hacía.

—Gérard Guillory, ¿eh? —gruñó al fin—. Gérard Guillory… no me atraparás por segunda vez.

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—Bueno, de Viena nos fuimos a Praga, y de ahí a Ginebra —narró él—, y ahí es donde estamos ahora, hasta próximo aviso. Pero hemos venido a París una semana; mi mujer es pintora, y ha conseguido que la inviten a exponer en una galería de las afueras. La pobre está ahora allí, más aburrida que una ostra, sentada en una silla en una galería larguísima y esperando a que alguien se interese por sus cuadros. No quiero decir con eso que sus cuadros no sean buenos, por supuesto, pero ya sabes cómo funciona el mundillo del arte… —soltó una risita—. En fin, y yo me he ido con los niños a dar un paseo; a enseñarles un poco de París.

—Eso… suena muy bien —afirmó Nina.

—Por supuesto que sí —dijo Ray—. Nina, estoy aquí hasta el miércoles; si te apetece, y si puedes, claro, podríamos quedar para cenar una noche, y así te presento a mi mujer, y puedo fardar ante ella de que conozco a una filóloga francesa, y de la alta sociedad de París.

Nina tuvo que contener las ganas de reír.

—Claro que podríamos —asintió—. Claro que podríamos.

—Estupendo —celebró Ray, y empezó a rebuscar entre sus bolsillos, hasta que encontró un papel y un bolígrafo. Apuntó un número, y se lo entregó a Nina—. Este es el número de la pensión donde estamos alojados; llámame, ¿de acuerdo? —pidió, con una sonrisa—. Lo siento mucho, pero tengo que irme; empieza a hacerse tarde, y, como no aparezcamos por la galería pronto con un bocadillo o algo por el estilo, mi pobre mujer no va a cenar hoy.

—Claro —comprendió Nina, y se despidieron cordialmente. Mientras los veía alejarse, contempló el papel en el que le acababa de escribir el número; era una tarjeta. Dándole la vuelta, leyó escrito al dorso Esther Sala, Pintora & Escultora.

Sintiendo un nudo en el estómago, arrugó la tarjeta, y la arrojó a la próxima papelera. Volvió a su casa caminando aún más lentamente que antes; una vez allí, se encerró en su cuarto, y se tiró sobre la cama.

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—¡Ray! —repitió Nina, incrédula—. No puedo creerlo. ¿De verdad eres tú?

—¡Nina! —la reconoció él—. Es increíble. ¡Vaya una casualidad!

—Ray, es… —comenzó ella, sin saber muy bien qué decir—. Me alegro mucho de volver a verte.

—Lo mismo digo —correspondió él; parecía de muy buen humor—. ¿Qué hiciste, al final? ¿Qué fue de tu vida?

—Al final, me casé con Gérard Guillory —dijo ella, y sin saber por qué, tuvo que reprimir un suspiro—, y tengo tres hijos maravillosos, y una buena vida.

—No sabes cómo me alegra oír eso —dijo él—. ¡Cualquiera diría que ha pasado tanto tiempo! Sigues igual que siempre; no has cambiado nada.

—¿Y tú? —preguntó ella, ignorando el cumplido, que, por otra parte, sabía que no era certero—. ¿Qué hiciste? Nunca supe nada de ti, después de que te fueras.

—Oh… Bueno, fue todo un poco raro. Dejé al pobre Altoviti, ¿recuerdas?, y también París. Me fui a Viena y acabé de profesor de danza; ¿puedes creerlo? —soltó una carcajada—. Después conocí a una chica estupenda, que consiguió cazarme por fin… y aquí estoy. Estos son mis hijos, Ida y Martin. Niños, esta es la tía Nina; saludad a la tía Nina.

—Hola, tía Nina —saludó el pequeño Martin.

—¿Quién demonios es la tía Nina? —quiso saber la niña, un instante después.

—Eh, ese lenguaje —la regañó Ray—. La tía Nina es una muy buena amiga de vuestro padre, de cuando era más joven.

—Estoy… me alegro —titubeó Nina—. Hola, Ida; hola, Martin. —y después de eso volvió de nuevo la mirada hacia Ray, ignorando a los niños como si no existieran—. Y ¿qué haces ahora? ¿Cómo es que estás en París?

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—No sé qué me ocurre últimamente —le dijo—. Me siento extraña… vacía.

—Es lo que pasa cuando los hijos empiezan a hacerse mayores —dijo Alina—. Ya te acostumbrarás.

—No quiero acostumbrarme a sentirme así —contestó Nina, con un suspiro.

—Son las cosas de la vida —respondió a eso Alina—. No le prestes mucha atención.

—Alina, ¿eres feliz? —preguntó entonces su prima.

Alina torció el gesto por un instante, y después volvió a su sonrisa imperturbable.

—¡Qué cosas tienes! —dijo—. Tengo una buena familia, una buena casa, unos hijos maravillosos. Por supuesto que soy feliz.

—Pero… —insistió Nina—, ¿eres feliz de verdad?

—Nina… —dijo entonces Alina—. No te hagas ilusiones; nadie en este mundo es feliz de verdad.

Y eso fue todo lo que dijo sobre el tema. Aquel día, Nina terminó la visita pronto, y, en lugar de irse a casa directamente, volvió dando un lento paseo por los alrededores.

Entonces, de repente, le pareció ver una cara conocida caminando por la acerca contraria.

¡Ray! —gritó, llamando la atención de prácticamente todo el mundo que se encontraba cerca, incluida la de su objetivo. Este cambió de acera y se acercó a ella rápidamente.

Era Ray. El tiempo lo había tratado bien; aunque su figura ya no era tan fibrosa y bien delineada como lo había sido más de veinte años atrás, y empezaba a tener entradas marcadas, conservaba la sonrisa jovial y los penetrantes ojos azules que Nina había visto, por última vez, cuando él había depositado su copia de las llaves en el cestito de su recibidor. No estaba solo; lo acompañaban una niña de unos seis años, que le cogía la mano, y un niño de tres, que iba subido a caballito sobre sus hombros.

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Alina Michaud tenía ya varios hijos, el más pequeño de los cuales tenía cinco años; y la mayor parte de las conversaciones de las dos esposas, si no iban sobre las últimas novedades de la moda o los chismorreos de su círculo social, eran sobre los niños. Nina no tardó en desear tener hijos también, y el señor Guillory, que en aquel momento aún prestaba algo de atención a su joven esposa y no solo a sus negocios, se sumó a la idea casi con entusiasmo. Pasó algo de tiempo hasta que Nina se quedó embarazada; pero, apenas un año después, nació el pequeño Gervais Guillory.

Después de eso, Nina empezó a tener tiempo para poco; su hijo, y la educación de su hijo, ocupaban toda su atención. Dos años más tarde nació la hermanita de Gervais, Mélisande; y otros tres años después, Frédéric, la luz de los ojos de su madre. Con tanto que hacer, y tantos niños a los que llevar al parque a pasear, Nina casi se olvidó de todo lo demás; no le importó que su marido pasase cada vez más y más tiempo en el trabajo, que prácticamente ya no tuviesen nada que contarse, y que se limitasen, en las ocasiones sociales a las que asistían, a mantener una apariencia de matrimonio respetable y unido. Al fin y al cabo, sus hijos la necesitaban.

Cuando Frédéric cumplió los catorce años, sin embargo, y se negó definitivamente a seguir colgado de las faldas de su madre, Nina se sintió descorazonada. Su día a día empezó a parecerle aburrido; su marido, insulso; sus amigos, monótonos y repetitivos. Incluso Jean, que se había casado hacía ya mucho tiempo, no hablaba más que de acciones y dividendos; y, en una ocasión en la que Nina volvió a mencionarle el circo, soltó una carcajada y lo desestimó como tonterías de juventud, y después cambió de tema.

Desconcertada y un tanto dolida, Nina se volvió hacia Alina Michaud.

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Se casaron apenas diez meses después de conocerse, en una pequeña basílica en las afueras de París. El día de su boda, Nina estaba preciosa; y su madre estaba radiante.

—Esta es la iglesia donde yo me casé con tu padre —le indicó—. Es maravilloso que ahora tú también te cases aquí.

La ceremonia transcurrió sin incidentes, y Nina Mercier se convirtió a no más tardar en Nina Guillory. Los recién casados pasaron una luna de miel bastante aceptable en las islas griegas, y cuando volvieron a París se instalaron en una casa en el centro, no muy lejos de donde vivían los señores Guillory, y tampoco de donde vivían los señores Mercier.

Fue por esa época, más o menos, cuando Alina Michaud, la hija del hermano de la señora Mercier, y su marido el señor Michaud volvieron de Niza, y se mudaron también a París. Los negocios del señor Michaud iban muy bien; su empresa había estado a punto de quebrar unos años atrás, pero había logrado evitarlo, y ahora su situación era mejor de lo que nunca había sido.

Nina se encontró intimando bastante con Alina Michaud. Jean estaba aún flirteando con alguna muchacha desprevenida (por supuesto, ya no con la señorita Géroux), y le faltaban todavía algunos años para entrar en el mundo de la madurez; y Nina había ido perdiendo contacto gradualmente con todos sus conocidos de la universidad, a medida que se introducía más y más en el círculo de su marido. Así que la posibilidad de relacionarse con su largamente ausente prima fue muy bien recibida; y las dos tomaron por costumbre tomar el té juntas, bien en casa de la una, bien en casa de la otra.

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8. Nina Guillory

 

Pasaron muchos años antes de que Nina volviera a ver a Ray.

Terminó sus exámenes en julio, y salió bien parada de todos ellos. Cuando comenzaron las vacaciones, ya podía decir que era filóloga. Tras luchar un poco más contra sus padres, acabó por ceder, y permitió que le presentaran a Gérard Guillory; lo conoció al fin en otra de las veladas del hijo del recientemente fallecido octogenario señor Patenaude, que, a pesar de tantos rumores y habladurías, había dejado finalmente el palacete y todo lo que contenía a su hijo mayor. Si la señorita del sur de Francia había existido o no, si era una persona auténtica que se había quedado con un palmo de narices o si era solamente una invención de mentes imaginativas, quedó como tema de conversación en las cenas de los aburridos magnates y sus aún más aburridas mujeres.

El señor Gérard Guillory resultó no ser tan terrible como Nina se lo había imaginado en un principio. Aunque no se lo podía comparar con Ray, no era tan tremendamente insípido como podía haber sido; tenía buena figura y era caballeroso, y hacía gala de un par de temas de conversación más aparte de las finanzas de su familia. Los señores Mercier y Guillory lo organizaron todo para que sus dos retoños comenzasen a verse hasta en la sopa; y, en esas circunstancias, no pasó mucho tiempo antes de que Gérard Guillory declarase su ferviente e inquebrantable pasión por Nina Mercier, y Nina decidiera que, al fin y al cabo, una unión con el señor Guillory podía no ser del todo una mala idea.

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—Y harás bien en decidir que yo no puedo tenerte —zanjó Ray, levantándose—. Lo siento, Nina. Esto no podía funcionar desde un principio.

—No puedes hacerme esto —musitó Nina, incrédula.

—Sí. Sí puedo —afirmó él—. Al igual que tú, yo también tengo libertad de elección. Adiós, Nina.

Y fue hacia el dormitorio, y comenzó a tirar sus cosas dentro de las mismas bolsas de viaje en las que las había traído un mes antes. Nina, pasmada, se quedó un rato encogida en el sofá, sin saber cómo reaccionar.

—Pues vete, si eso es lo que quieres —le gritó al fin a Ray, desde el salón—. ¡Vete, y déjame! ¡Maldita sea!

Ray terminó de empacar tan precipitadamente como había empezado, y cruzó el salón en dirección a la puerta.

—Las llaves —dijo, dejando caer su copia de las llaves en el cesto donde Nina guardaba las suyas; como ella no dijo nada, se volvió una vez más para mirarla—. Adiós, Nina —repitió, en un susurro.

—Adiós —murmuró ella—. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vete de una vez!

Y antes de que pudiera darse cuenta escuchó el sonido de la puerta, y cuando levantó la vista Ray había desaparecido.

Los señores Mercier volvieron a visitar a su hija una semana después. Hasta entonces, Nina estuvo en una especie de trance; y solo el que la mitad de las cosas de Ray siguieran desperdigadas por su piso la convenció de que todo aquello no había sido alguna extraña imaginación suya. Ray había empaquetado sus cosas con tanta rapidez que se había dejado casi todo; su cepillo de dientes estaba en el baño, su ropa sucia seguía en el cesto de la lavadora, y, básicamente, lo único que se había llevado había sido la ropa que en ese momento tenía en el armario, y sus juegos de mesa.

Los señores Mercier vinieron esta vez con una actitud menos combativa, y, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Nina, probablemente eso fue lo mejor.

—Quizás no haya sido muy buena idea decirte todo esto ahora, cuando estás agobiada por los exámenes, y por terminar la carrera —sugirió el señor Mercier—. Deberíamos haber esperado al verano. Lo mejor será que te olvides de todo esto hasta entonces, y ya lo retomaremos.

—Recuerda que solo queremos lo mejor para ti —insistió la señora Mercier.

Nina, que no tenía ganas de pensar en nada, dijo que sí a todo, y se despidió de ellos en el mismo estado en el que los había recibido.