A Nina no le apetecía nada salir de voluntaria, pero la buena crianza le impidió decir que no. Se levantó, y «Rayo» Ray se acercó a tenderle la mano y ayudarla a salir al escenario. A la chica no se le escapó que de cerca seguía siendo igual de apuesto que de lejos; y, cuando tomó su mano, él la asistió con delicadeza para que saltara la barrera que la separaba de la pista. Después la condujo hasta el sorprendente Rupertini, y, cuando la soltó, sus ojos permanecieron fijos en ella un momento más de lo que habría sido necesario.
Al fin y al cabo, Nina era una joven muy hermosa. Tenía una figura delgada y estilizada, cabello castaño que le llegaba por los hombros en tirabuzones, y grandes ojos verdes en unos rasgos delicados y bien proporcionados.
—¿Cuál es su nombre, señorita? —preguntó el sorprendente Rupertini.
—Nina —dijo Nina.
—¡Nina! —exclamó Rupertini, cogiendo una bolsa negra que le entregó «Rayo» Ray—. Bien, Nina; aquí tenemos una bonita bolsa. Bonita, ¿huh?
Se dirigió al público, guiñando un ojo; la bolsa, a la que le dio la vuelta mostrando que no había nada en su interior, era negra por dentro y por fuera, y tan fea que podría haber podido pasar por una bolsa de basura.
—Y también tenemos… uh… —sujetando la bolsa con una mano, el sorprendente Rupertini alzó la otra, y de repente hizo aparecer un pañuelo de color blanco— ¡un pañuelo! Pero no podemos hacer gran cosa con una bolsa y un pañuelo, ¿verdad?
Entregó el pañuelo a Nina e hizo aparecer otro, este de color rojo. Para entonces ya había captado por completo la atención del público. Entregó a Nina también el segundo pañuelo, y siguió charlando, muy ufano.
—Bueno, ya tenemos dos pañuelos; creo que será suficiente. Con la ayuda de la señorita Nina, vamos a hacer que estos pañuelos se aten solos.
Nina miró los pañuelos que sostenía; desde luego, no estaban atados. Rupertini le mostró de nuevo la bolsa.