—Bueno, bueno, no podemos permitir que el pobre gato sufra un accidente, ¿verdad? —comentó, con algo de socarronería; y procedió a quitarse los zapatos, revelando unos calcetines coloridos que no pegaban para nada con el esmóquin—. Quizá sí podamos traerlo de vuelta a suelo firme.
—Ray, ¿qué vas a…? —empezó Nina; pero Ray, acercándose a la ventana, escaló a través de esta y se posó con suavidad sobre el tubo que la unía con la torre.
—¡No seas loco! —exclamó Jean—. Como te caigas…
Pero Ray no les hizo caso. Avanzó un par de pasos por el listón, balanceándose un poco, pero con buen equilibrio.
—Ray, por favor; no quiero que te mates —pidió Nina.
Él, que ya estaba a mitad de camino, se detuvo; y, con impresionante ligereza, se dio la vuelta sobre el tubo.
—Dime, Nina —llamó, divertido—, ¿qué opinas del ballet?
Y, ante los ojos atónitos de su público, se puso de puntillas sobre la delgada barra, y comenzó a girar y a hacer arabescos y cabriolas. Jean se llevó las manos a la cabeza; Nina, entre divertida y alarmada, no supo si pedirle otra vez que se bajase de ahí, o si dejarlo estar, porque parecía que tenía la situación controlada.
Entonces, Ray dio un salto y falló al aterrizar; sus pies resbalaron sobre la barra, y se cayó. Nina se pegó un susto de muerte, y lo mismo le pasó a la señorita Géroux, que dejó escapar un grito y a continuación se desmayó en los brazos de Jean. Sin embargo, a Ray no le pasó nada; alargó un brazo justo a tiempo para sujetarse, y se quedó suspendido en el aire, colgando del listón por una mano.
—¡Ray! —llamó Nina, muy preocupada, en cuanto recuperó la voz.