Ray rumió sobre todo esto durante otros pocos días. Finalmente, se decidió a hablar con Rosa y Capuleto. Capuleto, como ya había esperado, no se lo tomó nada bien.
—¿¡Cómo que nos dejas!? —bramó—. ¡Que nos deja, dice! ¡Que nos deja!
—Capuleto… —empezó Ray, pacificador.
—¡No puedes dejarnos así como así! —gritó el hombre, paseando nerviosamente por el reducido espacio de la autocaravana- ¿¡Crees que puedes simplemente venir y decir un día «me voy», y desaparecer!? ¿Qué crees que es esto? ¿Una pensión?
Dio un puñetazo sobre la mesa, y un vaso vacío que quedaba sobre ella botó peligrosamente. Fuera de sí, Capuleto pasó la mirada de Ray al vaso, y lo lanzó al suelo de un manotazo. El vaso se quebró en pedazos con gran estruendo.
—Capuleto, escúchame —pidió Ray.
—No, ¡escúchame tú a mí! —siguió gritando Capuleto, pasando por encima de los fragmentos del cristal roto sin prestarles atención, y acercándose tanto a Ray que este tuvo que dar un paso atrás—. Eres un maldito desagradecido. ¿Cuántos años…? ¿Qué habría sido de ti sin mí? ¡Nada! —bramó, hincando el dedo índice en el pecho de Ray—. ¡Nada! ¡Yo te enseñé todo lo que sabes! ¡Yo te busqué un lugar en el mundo! —bramó—. ¡Y ahora vienes tú a decirme que lo dejas!
Ray frunció el ceño, dolido.
—Sabes que te estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí, pero…
—¡Pero! —lo interrumpió Capuleto de nuevo, dándose la vuelta y volviendo a pasear nerviosamente por la caravana—. ¡Pero! ¡Pero, pero! ¡Debí imaginarme que esto pasaría! —gritó, intercalándolo todo con una serie de maldiciones cada vez más subidas de tono—. ¡En buena hora se me ocurrió a mí criar un chaval!