—Bueno, de Viena nos fuimos a Praga, y de ahí a Ginebra —narró él—, y ahí es donde estamos ahora, hasta próximo aviso. Pero hemos venido a París una semana; mi mujer es pintora, y ha conseguido que la inviten a exponer en una galería de las afueras. La pobre está ahora allí, más aburrida que una ostra, sentada en una silla en una galería larguísima y esperando a que alguien se interese por sus cuadros. No quiero decir con eso que sus cuadros no sean buenos, por supuesto, pero ya sabes cómo funciona el mundillo del arte… —soltó una risita—. En fin, y yo me he ido con los niños a dar un paseo; a enseñarles un poco de París.
—Eso… suena muy bien —afirmó Nina.
—Por supuesto que sí —dijo Ray—. Nina, estoy aquí hasta el miércoles; si te apetece, y si puedes, claro, podríamos quedar para cenar una noche, y así te presento a mi mujer, y puedo fardar ante ella de que conozco a una filóloga francesa, y de la alta sociedad de París.
Nina tuvo que contener las ganas de reír.
—Claro que podríamos —asintió—. Claro que podríamos.
—Estupendo —celebró Ray, y empezó a rebuscar entre sus bolsillos, hasta que encontró un papel y un bolígrafo. Apuntó un número, y se lo entregó a Nina—. Este es el número de la pensión donde estamos alojados; llámame, ¿de acuerdo? —pidió, con una sonrisa—. Lo siento mucho, pero tengo que irme; empieza a hacerse tarde, y, como no aparezcamos por la galería pronto con un bocadillo o algo por el estilo, mi pobre mujer no va a cenar hoy.
—Claro —comprendió Nina, y se despidieron cordialmente. Mientras los veía alejarse, contempló el papel en el que le acababa de escribir el número; era una tarjeta. Dándole la vuelta, leyó escrito al dorso Esther Sala, Pintora & Escultora.
Sintiendo un nudo en el estómago, arrugó la tarjeta, y la arrojó a la próxima papelera. Volvió a su casa caminando aún más lentamente que antes; una vez allí, se encerró en su cuarto, y se tiró sobre la cama.