—¡Hola, Nina! —saludó animosamente, besándole la mejilla—. Perdona que venga tan temprano, pero… —de repente vio a Ray sentado en el sofá, y se calló de inmediato, cortado—. Si te molesto, Nina…
—No, en absoluto —aseguró ella—. Por favor, pasa. Jean, este es Ray; Ray, este es mi primo Jean.
—Encantado —dijo Jean, acercándose al sofá con cara de circunstancias y ofreciéndole la mano a Ray.
—Qué hay —contestó Ray, estrechándosela. Por un momento lo miró de forma un poco extraña, preguntándose si se acordaría de él. Pero Jean no estaba en ese momento tan atinado como para reconocer con ropa de calle a un artista de circo al que había visto semanas atrás, y al que, a decir verdad, no había prestado ninguna atención.
—Por favor, siéntate —le dijo Nina, acerćandole una silla—. ¿Quieres un café, o una infusión?
—No te molestes —rechazó ambos su primo.
—Un café para ti, pues —ella soltó una carcajada—. ¿Quieres otro, Ray?
—Sí, gracias.
—Vuelvo en un momento.
Y se fue hacia la cocina. Jean y Ray se quedaron mirándose ambos, sin saber qué decir.
—Uh… bonito día —comentó Jean, incómodo. Era verdad; hacía un día soleado, y no había ni una nube en el cielo.
—Sí —contestó Ray, al que aquello le resultaba igual de embarazoso—, muy bonito.
Como ninguno de los dos sabía qué más añadir, ese tema se agotó.
—Siempre está haciendo café —confesó entonces Jean, en voz baja, refiriéndose a su prima—. Cada vez que vengo me pone uno por delante; y eso que ni siquiera me gusta especialmente el café. A veces le pediría una manzanilla, pero no quiero que crea que su primo es una delicada flor.