A eso Ray si iba a contestar algo; pero se quedó con la palabra en la boca, porque en ese momento volvió Nina con las tazas y el azucarero.
—Y ahí viene la interfecta —alzó la voz Jean.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella—. ¿De qué estábais hablando?
—De tu tremenda afición por el café, y de que cada vez que vengo sientes la necesidad de desaparecer en la cocina los primeros cinco minutos de la visita para después hacerme tragar uno. Nada más.
—Mi querido Jean, sabes que no tengo ninguna intención de «hacerte tragar» mi café —la chica se sentó, haciéndose la insultada—. Solo intento ser hospitalaria.
—Vale, vale, tranquila —contestó Jean—. Pero, en realidad, me voy a ir enseguida, así que no tenías que haberte molestado.
—Estoy muy ofendida —se burló ella.
—Eso es problemático —decidió él—, porque necesito tu ayuda con una cosita.
—¿Con qué necesitas mi ayuda? —se sorprendió Nina.
Jean puso cara de corderito degollado.
—Pues… a decir verdad… con los regalos de Navidad —confesó—. Vaya, Nina, no me gusta admitir esto, pero no tengo ni idea de qué puedo regalarle a tu madre. Ya sabes, después de que por su cumpleaños le regalé un turbante para la ducha… y ella fue muy educada, pero aún así, esa mirada que me echó… uhm… daba la impresión de que creía que había perdido la cabeza.
Nina se echó a reír.
—No te dejes intimidar por mi madre —aconsejó—. Mira así a todo el mundo, da igual qué le regalen.
—Ya, pero me imagino que no quiere otro turbante para la ducha, y a mí no se me ocurre nada más.