—Oh, era la chica a la que tu primo quería ligarse, ¿no? —entendió Ray. Nina se hizo la sonrojada en vez de responder, así que él siguió—. La verdad, no me acuerdo de ella… aunque tampoco me habría acordado de tu primo.
—Pero te acordaste de mí.
—Sí, y fue suficiente —puntualizó Ray, con una sonrisa.
Después de eso, la música paró por un buen rato. Siguiendo a su primo con la vista, Nina vio que se dirigía fuera. Tiró a Ray de la manga, y ambos fueron tras Jean; se lo encontraron en la entrada, fumando. La señorita Géroux, por su parte, se habá quedado dentro.
—Hola, prima —la saludó Jean—. Veo que vienes acompañada.
—Deja de fumar, Jean —lo reprendió ella—. ¿Cuándo has empezado?
—No puedo ser un caballero si no me fumo un cigarro de vez en cuando —se burló él.
De repente, Annabelle Géroux se asomó por la puerta, con expresión descompuesta.
—¡Jean! —exclamó lastimeramente—. Jean, tienes que ayudarme.
—¿Qué ha ocurrido, querida? —preguntó Jean, que sin embargo no parecía muy alarmado.
—Ven conmigo —pidió la señorita Géroux. Jean la siguió, no sin antes dirigir una mirada de disculpa a Nina; pero no fue necesaria, puesto que Nina y Ray, al parecer bastante más extrañados que él, los acompañaron también.
La señorita Géroux los condujo a través del salón, y subió las escaleras hasta el segundo piso. Luego se adentró por el pasillo, hasta llegar a una habitación, tan lujosamente decorada como todo lo demás, que tenía un gran ventanal al fondo. El ventanal estaba abierto, y daba hacia una de las torrecillas que decoraban el palacete; la casa tenía varias de estas, dos más grandes en la parte delantera y otras tantas más pequeñas en la posterior. Esta era una de estas últimas, y tenía el aspecto que tendría una torre de un mago en miniatura: redonda, con un ventanuco a uno de los lados, y con un tejado puntiagudo hecho de tejas de azulejo azul brillante.