—Nina, ¿de qué va todo esto? —el señor Mercier alzó la voz—. ¿Es que sigues con alguno de esos… novietes tuyos de la universidad? Eso está bien para que te diviertas un poco, mientras todavía eres joven, pero nada más. Y lo hemos tolerado, como ese… esa especie de hippie que llevaste a la fiesta de Navidad. Pero ¿no creerás que esa clase de personas son una buena elección para un marido?
Nina enrojeció, furiosa, y no dijo nada.
—No, no, no —siguió su padre—. No puedo creer que seas tan necia. Nosotros te buscaremos una buena pareja… de hecho, ya te la hemos buscado; y, cuando lo conozcas, verás como es un hombre adecuado para ti, mucho mejor que esos muchachos de baja estofa.
—Escucha a tus padres, Nina —dijo la señora Mercier, que no parecía entender dónde estaba el problema—. Nosotros sabemos lo que es mejor para ti.
—No, ¡no lo sabéis! —gritó Nina, levantándose bruscamente—. ¿Por qué queréis hacerme esto?
—Porque es lo mejor para ti —insistió la señora Mercier, completamente desconcertada.
—Nina, ¡no le hables así a tu madre! —gritó a su vez el señor Mercier—. ¿Cómo puedes ser tan maleducada?
—¿Cómo podéis decirme estas cosas, tan tranquilos? —vociferó Nina—. ¿Qué idea tenéis en la cabeza: que podéis emparejarme con alguien, con cualquiera, y que a mí me gustará, simplemente porque soy vuestra hija? ¿Y si no es así? ¿Y si no me gusta? ¿Qué haréis entonces?
—¡Basta! —bramó el señor Mercier—. Por supuesto que te gustará. Con el tiempo comprenderás que es lo mejor: para ti, para tu vida, y para toda la familia.
—¡No lo es! —gritó Nina.