—¡Ray! —repitió Nina, incrédula—. No puedo creerlo. ¿De verdad eres tú?
—¡Nina! —la reconoció él—. Es increíble. ¡Vaya una casualidad!
—Ray, es… —comenzó ella, sin saber muy bien qué decir—. Me alegro mucho de volver a verte.
—Lo mismo digo —correspondió él; parecía de muy buen humor—. ¿Qué hiciste, al final? ¿Qué fue de tu vida?
—Al final, me casé con Gérard Guillory —dijo ella, y sin saber por qué, tuvo que reprimir un suspiro—, y tengo tres hijos maravillosos, y una buena vida.
—No sabes cómo me alegra oír eso —dijo él—. ¡Cualquiera diría que ha pasado tanto tiempo! Sigues igual que siempre; no has cambiado nada.
—¿Y tú? —preguntó ella, ignorando el cumplido, que, por otra parte, sabía que no era certero—. ¿Qué hiciste? Nunca supe nada de ti, después de que te fueras.
—Oh… Bueno, fue todo un poco raro. Dejé al pobre Altoviti, ¿recuerdas?, y también París. Me fui a Viena y acabé de profesor de danza; ¿puedes creerlo? —soltó una carcajada—. Después conocí a una chica estupenda, que consiguió cazarme por fin… y aquí estoy. Estos son mis hijos, Ida y Martin. Niños, esta es la tía Nina; saludad a la tía Nina.
—Hola, tía Nina —saludó el pequeño Martin.
—¿Quién demonios es la tía Nina? —quiso saber la niña, un instante después.
—Eh, ese lenguaje —la regañó Ray—. La tía Nina es una muy buena amiga de vuestro padre, de cuando era más joven.
—Estoy… me alegro —titubeó Nina—. Hola, Ida; hola, Martin. —y después de eso volvió de nuevo la mirada hacia Ray, ignorando a los niños como si no existieran—. Y ¿qué haces ahora? ¿Cómo es que estás en París?