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El fuerte oscuro de Kil-Kyron había vuelto una vez más a su estado habitual. Empezando por Beredik la Sin Ojos, que volvía a ocupar su asiento de Consejera Imperial junto al trono del Gran Emperador; pasando por la legión de Pati Zanzorns que revoloteaba por la planta del servicio de inteligencia emprendiendo disparates; y terminando por las ancianitas que volvían a hacer calceta malignamente sentadas en sus desvencijadas mecedoras, todo parecía haber vuelto al orden.
Los momentos posteriores a la derrota de Marinina Crysalia Amaranta Belladona e Ícaro Xerxes Tzu-Tang habían sido de gran confusión. Los líderes benignos de Aguascristalinas y Valleamor, que tenían el cerebro casi frito, habían tardado mucho en volver en sí, y cuando lo habían hecho no habían podido balbucear más que tonterías. La llegada de los emisarios de los ejércitos de Río Feliz y Rabania, que se habían cansado de esperar en sus posiciones y querían saber qué pasaba, no contribuyó más que a aumentar el alboroto; durante casi una hora no se vio más que a gente corriendo de un lado a otro, preguntándose mutuamente si eran de la tropa de Mal o de la milicia del Bien (y en ese último caso de qué milicia del Bien), y se escucharon hasta a varias leguas los gritos furibundos de Orosc Vlendgeron, que discutía acaloradamente con los cabecillas de los servicios sociales que no estaban catatónicos (que eran los menos y casi todos de poco rango, y en consecuencia no sabían muy bien cómo manejar aquella situación). Los Neutrales, mientras tanto, permanecían ajenos a todo, y bajo la dirección de su jefe el de la corbata roja se dedicaban afanosamente a transportar los cuerpos inertes de Maricrís e Ícaro Xerxes a unos contenedores especiales, y estos al globo que los había traído hasta allí.
—¿La han palmado? —se acercó a preguntar Cori, aunque con algo de recelo, como si no estuviera segura de si hacía bien en hablar a aquellos extraños tipos. Pero aquel al que se había dirigido le contestó sin problema; y, para sorpresa de la limpiadora, lo hizo él solo, y no le contestaron todos a la vez y moviendo los labios al unísono, como (casi) había esperado.
—No, solo están en estado de hibernación —dijo el trajeado, que pese a su aspecto amenazador tras su corbata amarilla y sus gafas de sol tenía una voz muy jovial y alegre—. Por eso tenemos que meterlos en estos contenedores, para que si despiertan no puedan controlarnos a todos con sus efluvios.
—¿Qué es exactamente lo que les habéis hecho? —quiso saber Adda.
—¿Ves ese cacharro? —el Neutral señaló el toldo-paracaídas, que ya habían descargado con unos generadores y que ahora yacía abandonado en el suelo formando un aburrido montón—. Con eso hemos absorbido sus poderes. Ahora mismo, y hasta que los regeneren, son personas perfectamente normales.
—Pensaba que sus poderes eran infinitos —bufó Cori, confundida—. ¿Cómo los habéis absorbido todos?
—Sí, sí, sus poderes son infinitos, pero —carraspeó el hombre, haciéndose el interesante—, su ritmo de regeneración no lo es. Es decir, que si los absorbes con una velocidad mayor que aquella a la que pueden generarlos…
—… llegará un momento en que se quedarán temporalmente sin ninguno —completó Adda, asintiendo con la cabeza—. Muy ingenioso.
—Por supuesto. Está todo calculado.
—¿Y ahora qué vais a hacer con ellos?
—Los enviaremos a nuestro cuartel general… para que estudien qué se puede hacer con su anomalía.
—¡Oh, sí, claro! —farfulló Cori, nada satisfecha con aquel arreglo—. Claro, y que se escapen y vuelvan a armar una de estas. ¡Nada de eso! Deberíamos cargárnoslos aquí mismo.
—Ah ah ah, no —respondió el Neutral, mesándose la corbata—. Lo siento, pero no podemos permitir eso… como neutrales estrictos, tenemos que cumplir con las regulaciones.
Cori Malroves frunció el ceño, pensándose si merecía la pena, por el bien (y eso era un decir) de la Malignidad, atacar a aquellos Neutrales y abrirse paso hasta las cajas que contenían a Marinina e Ícaro Xerxes, que ya se estaban llevando hacia la cabina del globo. Pero Adda, adivinando las ideas peregrinas de su compañera, la detuvo a tiempo de intentar aquella maniobra insensata y probablemente bastante suicida.
Por fin, el Gran Emperador y los pobres cabecillas temporales de los servicios sociales (que, todo hay que decirlo, unas horas antes eran los últimos monos de la cadena de mando, y ahora estaban bastante impresionados por el hecho de que el Señor del Mal en persona los estuviese abroncando) consiguieron acordar una nueva tregua temporal, para que cada bando pudiera retirarse a su terreno, llevarse a sus afectados con el cerebro frito y lamerse las heridas hasta que estuvieran en condiciones de recomenzar las hostilidades.