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Las Bellas Planicies eran, como su nombre indicaba, unas bellas planicies. Desde donde estaban, Marinina pudo ver una gran extensión de terreno, casi perfectamente plana, llena en sus extremos de exuberante vegetación y numerosos carteles que pedían encarecidamene que se respetase el medio ambiente. En el centro había un gran claro de césped, y en medio de este una pequeña pagoda de enrejado, cubierta de hiedra y flores, bajo la cual se habían instalado una serie de cómodos bancos y balancines.
Maricrís contempló aquello extasiada.
—¡Qué bonito! —exclamó. Aragad volvió a sonreír, y señaló hacia otro lugar, en esta ocasión la carretera.
—¡Mirad allí! Las otras delegaciones ya están llegando —anunció.
Marinina giró la cabeza. En efecto, otros grupos de sacerdotes de túnicas blancas, acompañados por bien pertrechados equipos de los servicios sociales, acababan de aparecer por el recodo del camino, también pedaleando afanosamente sobre sus tándems.
—¡Cuánta puntualidad! —admiró la chica. Aragad le aseguró que la puntualidad era uno de los valores más apreciados por el Bien, y después se apresuró en seguir al resto de su comitiva, y llegar cuanto antes al encuentro de los demás.
En cuanto los tándems se detuvieron, Sanvinto, que se había apeado rápidamente, fue a ofrecerle a Marinina una mano para ayudarla a bajar.
—Permitidme, querida, que os presente a mis apreciados colegas —dijo, en tono extremadamente cortés, y la condujo hacia el lugar donde ya se estaban reuniendo y saludando los peces gordos de las otras delegaciones. Allí, carraspeó sonoramente, hasta que todas las cabezas estuvieron vueltas hacia él—. ¡Ejem! Mis buenos amigos, voy a tomarme la libertad de presentaros a Marinina Crysalia Amaranta Belladona, la hermosa y valiente muchacha que nos ha inspirado a todos para estar aquí hoy.
Se produjo una exclamación de entusiasmo, y la mayor parte de los presentes se acercaron a Maricrís para estrecharle la mano, comunicarle su ferviente convicción y emocionarse cuanto les fue posible. Se encontraban allí los Sumos Sacerdotes de Valleamor, Río Feliz y Rabania, muchos otros sacerdotes de las tres ciudades que no eran tan sumos, y los alcaldes de Río Feliz y Valleamor solamente.
—Me temo que el alcalde de nuestra querida ciudad no ha podido venir —informó el Sumo Sacerdote de Rabania, Barsán (el mismo que había ido a visitar a Orosc Vlendgeron, y presenciado la profecía de Beredik la Sin Ojos)—, puesto que se encuentra indispuesto por el horror que le produce la existencia del Mal.
—Una dolencia cada vez más frecuente —comentó el Sumo Sacerdote de Valleamor, Barbacristal, sin excesiva sensibilidad. Recordando la conversación del día anterior, Marinina, Renoveres y Sanvinto alzaron la vista y la fijaron en él.
—Así es, Barbacristal, por desgracia —intervino Sanvinto, con algo de retintín. A Marinina la asaltó otro escalofrío.