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—¡Esto es un DE-SAS-TRE! —aulló Pati Zanzorn, saltando nerviosamente sobre el tejado—. ¿Cómo han podido subir tan alto sin que los viéramos? ¡Tenemos que avisar a los de las demás aldeas!
Y empezó a tirarse de la capucha, como si echara en falta pelos para arrancarse; pero no era eso lo que pretendía, sino que un momento después sacó de su enorme y profunda capucha dos banderines, uno rojo y uno amarillo. Cogió uno con cada mano y se irguió de puntillas sobre el tejado, aún dando saltitos, como si pretendiera hacerse más alto; y comenzó a hacer señales en lenguaje barco en dirección a los poblados que estaban a menor altura. Contra todo pronóstico, a los pocos segundos avistó más banderas rojas y amarillas, manejadas por otros Pati Zanzorns que también se habían subido a los tejados de las casas de los respectivos caciques de cada pueblo.
—¡Todavía no está todo perdido! —gritó el Pati Zanzorn de Malavaric, gesticulando furiosamente con los banderines mientras hablaba a sus dos ilusionistas—. ¡Vosotros! Cambiad de posición y escondeos cerca de las entradas de la cara norte de…
Pero nunca llegó a terminar esa frase; se escuchó un silbido, y antes de que nadie pudiera parpadear un pequeño dardo se clavó en la frente del clon de Pati Zanzorn.
—… de… la… —barbotó, antes de soltar los banderines y caer desplomado sin vida. Su cuerpo inerte rodó por el tejado, que estaba inclinado, y cayó al suelo levantando una nube de polvo.
—¿Qué…? —exclamó el inútil, y su mirada fue del lugar donde un momento antes estaba Pati Zanzorn a su compañero el de la purpurina, que había abandonado su puesto en cuanto el jefe de inteligencia les había ordenado que cambiasen de posición; y que tenía todavía una pequeña cerbatana apoyada en los labios—. ¿Qué? ¿Qué has hecho?
Pero el de la purpurina, en lugar de contestarle, le dirigió una mirada colérica. La marea de soldados procedente de lo alto de Kil-Kanan acababa de llegar a las murallas del pueblo. El hombre de la cerbatana se dio la vuelta.
—¿Qué haces? —gritó el inútil, asustado—. ¡Purpurinas! ¿Dónde vas?
El tipo de la purpurina se detuvo en seco, y se volvió durante un segundo fugaz.
—Me llamo Kronne —graznó, y desapareció de la escena.
—¡No me dejes aquí! —lloró su compañero—. ¡Espera! ¡Espera!
Y trató de seguirlo; pero para entonces el ejército de guerreros que había llegado desde la montaña ya había inundado el poblado, y el ilusionista inútil se vio arrastrado por la multitud en una desvariante carrera colina abajo.