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Las cuadras de Kil-Kyron estaban adosadas a uno de los lados de la torre, y consistían en un gran edificio de piedra que sin embargo tenía un cierto aire de choza, y que despedía un olor horrible. Allí se guardaban todas las monturas y animales de tiro de Kil-Kyron: las hienas matapersonas; las tortugas gigantes agresivas; los caballos de ojos rojos, que descendían de los caballos normales que habían sido modificados genéticamente para que fueran más malignos, durante la época dorada del Mal; los grandes lagartos azules y verdes con pinchos en la espalda, sobre los que se habían marchado Ícaro Xerxes y los generales, y de los que quedaban muy pocos porque necesitaban mucho espacio y Kil-Kanan no era el mejor hábitat para ellos, y que por eso se usaban últimamente solo en ocasiones especiales. Estos últimos habrían sido los más apropiados para este momento, pero al llegar a las cuadras, Orosc Vlendgeron y compañía se encontraron con que las puertas estaban abiertas de par en par, que muchos animales habían huido también o estaban peleándose unos con otros, y que no quedaba ni uno solo de los lagartos.
—¡Qué catástrofe! —se lamentó Cirr—. ¿Quién ha dejado esto así?
Por suerte, quedaban otros animales. Las tortugas estaban intentando largarse casi todas, aunque eran tan lentas que la mayoría todavía ni se había alejado cien metros del establo; los caballos, que no por ser más malignos se habían convertido en más listos, seguían prácticamente todos allí, paciendo y pegando coces a bichos más pequeños. Las alimañas más grandes que quedaban eran varios osos gigantes, que eran los que estaban en su gran mayoría enzarzándose entre sí y azuzando a otros, prueba de que eran bestias del Mal a más no poder.
Las dos limpiadoras, viendo caca de hiena por todas partes, fruncieron el ceño. Orosc también le echó una ojeada a los alrededores; pero, cuando iba a sentenciar que se llevarían los osos porque todo lo demás no era que digamos muy vistoso, Cirr avistó algo de repente.
—¡Jefe! —gritó—. ¡Se acerca alguien al fuerte!
—¿Qué? —exclamó Vlendgeron, mirando a la lejanía. Efectivamente, por el camino que llevaba a la puerta de Kil-Kyron estaba subiendo alguien: una imitación casi perfecta de Maderico el Viejo y Sordo, cubierto de los pies a la cabeza por purpurina color bronce.
—¿Qué es eso? —exclamó Cori.
—Parece una estatua andante —comentó Adda—. ¿Será una trampa del Bien?
El fontanero se rascó la cabeza.
—Jefe, creo que es uno de los ilusionistas —aventuró—. ¿No había uno que se había intentado hacer pasar por una estatua?
—Pues ha hecho un trabajo bastante convincente —gruñó Vlendgeron—. No sé de dónde viene, pero vamos a su encuentro.