Gruñó algo, y la puerta se abrió. Entró Mendolina Rodríguez, con una bandeja de horno cubierta de algo verde y humeante.
—¿Ya estás despierto? —preguntó—. ¡Qué bien! Justo a tiempo para probar mi pastel de coliflor, que ha salido de rechupete; tus dos amigos ya han dado buena fe de ello. ¿Cómo te encuentras?
—Cansado —barbotó Godorik.
—Muchacho, tenías que estar muy agotado para desmayarte de esa manera —le recriminó Mendolina—. Los jóvenes no pensáis más que en vivir la vida, y no os dais cuenta de que el cuerpo no puede seguir todas esas tonterías…
—Estoy haciendo algo importante —bufó Godorik—. ¿Dónde estamos?
—¡En mi casa, por supuesto! —exclamó la anciana, haciendo algo de sitio en la cómoda y dejando la bandeja sobre ella—. En mi casa, en la zona 10.
—¿En qué nivel? —farfulló Godorik.
—En el nivel 25 —confirmó Mendolina, extrañada—. ¿De qué nivel eres tú?
—En este momento, estoy un poco… desnivelado —dijo él, que en ese instante lo único que quería era volver a tumbarse.
—¡Santo Petrofio! —chilló la ancianita—. ¡Ese chiste ya era malo cuando yo era niña! Joven, lo mejor será que te tumbes, pruebes un poco de mi pastel de coliflor, y te eches a dormir otra vez. Se ve que no te encuentras bien.
Godorik no se encontró con ganas de protestar, y acabó por hacerle caso. Se tumbó otra vez sobre la cama, y observó cómo Mendolina le servía un plato de pastel de coliflor, que tenía una pinta asquerosa. Por suerte, no tuvo que probarlo, porque Mendolina se lo dejó encima de la mesilla de noche, y después salió inmediatamente con su bandeja.
—Descansa —fue lo último que dijo.