—¿Qué? ¡Ah! —exclamó Merricat—. ¿Porque me ha contado una historia absurdamente fantástica, dice? No, verá… a mí me da igual que su historia sea verdad o no, mientras sea buena. El mundo de las videobitácoras funciona así… ¿Gidolet, ha dicho?
—¿Qué quiere decir con que «el mundo de las videobitácoras funciona así»? —se alarmó Godorik.
—Mañana mismo subiré su historia a la interred, por supuesto —Merricat se encogió de hombros.
—¿Está usted loco? —barbotó Godorik—. ¡Ni se le ocurra!
—¿Qué? ¿Por qué no?
—¡Porque me busca la policía! ¿Es que quiere que nos detengan a todos?
—¡Qué van a detenernos por eso! Por supuesto, no voy a airear que estuvimos todos aquí hoy… ya le he dicho que no puedo hacer eso… pero por contar la historia de su conspiración nadie puede echarnos el guante encima; al fin y al cabo, no es nada anticomputadora. Además, la policía debería pensárselo dos veces antes de intentar encerrarme sin pruebas… ya le he dicho que soy bastante famoso, y que mis actividades son públicas.
—No todas ellas —gruñó Godorik.
—Bueno, bueno: usted cierra la boca en lo que se refiere a mis asuntos, y yo prometo no publicar nada que pueda incriminarlo a usted. Es un buen trato, ¿no? Además, si todo eso de la conspiración es cierto, debería usted querer que el gran público se entere de ello, y esté sobre aviso… ¡Ah, aquí está! ¡Gidolet!
El último argumento de Merricat hizo que Godorik se replantease su postura. Era verdad: si podía sacar a la luz la historia de aquella conspiración, ya habría ganado algo, y en el caso de que ocurriese lo peor al menos alguien podría prepararse para ello. Pero el repentino anuncio del jefe de planta de que había encontrado a un Gidolet en la lista de patentes le hizo olvidarse de todo ello, y se volvió ansiosamente hacia la pantalla del ordenador.