—¿Y qué quiere que haga, que lo invite a subir a mi casa? —masculló Verrunia, mostrando mejor juicio que Isebio Garvelto—. Si está tan seguro de que puede huir de la patrulla de todas maneras, no le importará esperar unos minutos.
Godorik refunfuñó durante un rato, pero luego se convenció de que lo mejor que podía hacer era hacer caso al Vicecomisario. Aunque no en medio de la plaza, por supuesto. Se subió al tejado de uno de los edificios circundantes, desde el que podía vigilar los alrededores, y dejó que pasara el tiempo señalado. Un poco antes incluso de que los quince minutos hubieran acabado, vio al obeso Vicecomisario Verrunia salir de su portal y bajar la calle.
Cuando llegó a la plaza, miró a su alrededor con desconfianza. Godorik siguió esperando; no pensaba dejarse ver antes de estar relativamente seguro de que aquello no era una trampa. Si veía al Vicecomisario hacer una llamada, o detectaba algún movimiento extraño en los alrededores, saldría corriendo de allí tan rápidamente como le permitiesen sus pies. Pero eso no ocurrió.
El Vicecomisario esperó un par de minutos más, con expresión cada vez más fastidiada. Finalmente, y sin hacer ademán de avisar a nada o a nadie, se dispuso a marcharse de nuevo. Solo entonces Godorik se deslizó por el costado del bloque en el que se había refugiado, y se presentó de improviso frente a Verrunia a la entrada de la plaza.
—Buenas noches, Vicecomisario —dijo, aunque probablemente el hombre ni lo escuchó.
—¡AAAAAH! —gritó el Vicecomisario, echándose atrás a toda prisa, y encañonándolo con una pistola que sacó del bolsillo. Tras un instante, sin embargo, pareció tranquilizarse; aunque no dejó de apuntar—. ¡Ay, la Computadora, qué susto me ha pegado!
—¿De verdad es usted policía? —farfulló Godorik, al que verse de repente delante de un arma no le aligeraba el humor—. Si con ese grito no ha alertado a todo el barrio…