—Sí, sí, mis nervios ya no son lo que eran —masculló Verrunia—. Dé tres pasos atrás.
—¿Por qué?
—Así estará debajo de la farola, y podré verle la cara.
Godorik alzó una ceja, pero obedeció. Verrunia, aún sosteniendo la pistola con ambas manos, escrutó sus facciones con atención.
—Vaya, sí que es usted —dijo al fin.
—¿Lo dudaba?
—Ciertamente. Bien, ¿debo ahora llamar a la patrulla, o no?
—¿Es usted el policía, o lo soy yo? —gruñó Godorik—. ¿Va a escuchar lo que tengo que decir?
El Vicecomisario dudó por un momento.
—Bueno, hable —se encogió de hombros.
Godorik, aún mirando la pistola con desconfianza, le resumió todo lo que había averiguado en sus peripecias hasta el momento. Mientras hablaba, el ceño del Vicecomisario se fue contrayendo más y más.
—Espere, ¿qué dice? —lo interrumpió, cuando llegó a la parte en la que los acólitos de Noscario Ciforentes le habían prevenido contra la policía—. ¿Que toda la policía está comprada? Eso es una tontería como un piano.
—Ya me imagino que es una tontería como un piano, o no habría venido aquí a ponerme en las manos de usted —bufó Godorik—. Sin embargo, usted mismo vio cómo me trató el Comisario cuando fui a denunciar mi caso. Sigo en búsqueda y captura desde entonces, sin, permítame que le diga, haya una razón real para ello. ¿Cómo me explica usted eso?
La cara de Verrunia se arrugó aún más.
—Está bien, le admitiré que el comportamiento del Comisario ha estado levantando algunas sospechas últimamente —concedió—, aunque solo en casos puntuales como el suyo. Si esto que me está contando usted es cierto, quizás, solo quizás, no descartaría yo que… pero eso de que toda la policía está en manos de un conspirador megalómano es una barbaridad. Yo soy policía, Vicecomisario para más señas, y no estoy «comprado» por nadie.