Cuando despertó otra vez, casi al anochecer, Godorik se puso en marcha de nuevo, en lo que era ya casi una rutina para él. Se levantó de su sofá (había dicho que se iba a la cama, pero en realidad dormía en el sofá de la sala de estar; el apartamento de aquellos dos locos no tenía tantas camas), tan aturdido como solía estarlo cada vez que se despertaba desde que lo tiraron al Hoyo; y saludó a Manni, que andaba por allí, con un seco movimiento de cabeza.
—Ah, ya estás despierto —dijo Manni, como siempre, dejando de lado lo que estuviera haciendo—. Voy a hacerte unas tortitas.
—Déjalo, Manx —repitió una vez más Godorik—. Ni que fueras mi criada.
—No oses rechazar mis tortitas —se ofendió el robot, que pese a sus ardorosas diatribas pro derecho de los robots hacía allí todas las tareas domésticas; y menos mal, porque si las hubiera dejado en manos de Agarandino vivirían en una pocilga y habrían muerto de hambre hacía mucho, o eso era lo que Godorik había observado en los días que llevaba allí. De dónde sacaban la comida le había resultado un misterio en un primer momento, hasta que Manni le dijo que de vez en cuando asaltaba discretamente uno de aquellos vagones que se dirigía hacia los montacargas, y que Godorik había visto en el exterior. A la pregunta de cómo sabía cuándo contenían comida y cuándo no, Manni respondió que no lo sabía, y que detenía y desmontaba y volvía a montar aquellos cubículos sobre ruedas quedándose únicamente con lo que le interesaba. Eran las ventajas de ser un robot.
En cualquier caso, la cuestión es que era mejor no rechazar las tortitas, o la merienda, o el té de Manx, o cualquier otra cosa que se le ocurriese preparar. Por qué tenía tal fijación doméstica, puesto que estaba todo el día preparando esa clase de cosas, era otra cosa que Godorik no lograba explicarse; pero, como los robots tenían tanta diversidad de personalidades como los humanos, se imaginó que era un efecto secundario derivado de su programación, fuera esta cual fuera.