Godorik cerró los ojos, y durmió otras muchas horas. Al despertar, se encontraba mucho mejor. El plato de pastel de coliflor seguía en la mesilla de noche, ya completamente frío. Lo olisqueó un poco, y resultó que no olía tan mal; al final, probó una cucharilla, y le supo bien, así que terminó por comérselo. Después, se levantó, y salió por fin de aquella habitación.
La casa de Mendolina Rodríguez era un piso pequeño, lleno de cortinas, manteles estampados y encajes de plástico por todas partes. Exploró un poco dos habitaciones, que no tenían una pinta muy distinta del dormitorio en el que él se había despertado, antes de llegar al salón; y allí se encontró con Mendolina, que pulsaba botones afanosamente en la máquina de hacer punto, y a Edri y Ran. La primera estaba sentada a la mesa, y el segundo miraba ansioso a través de la ventana.
—Hola —saludó Godorik, con voz ronca.
—¿Ya estás despierto? —se sobresaltó Mendolina, pulsando sin querer una ristra de botones equivocada. Pasó la vista de Godorik de nuevo hacia la pantalla, fastidiada, y pulsó repetidas veces el botón de deshacer, con furia. Después, se levantó—. Tendrás hambre; te voy a buscar algo de cenar.
—¿Cómo estás? —preguntó Edri, mientras Mendolina desaparecía por el pasillo, y ella saltaba rápidamente hacia la máquina de hacer punto y pulsaba el botón de pausa, que a la anciana se le había olvidado—. ¡Menudo susto nos diste!
—Estoy bien. ¿Qué pasó? —preguntó Godorik, aún algo confuso.
—Cuando dejamos atrás a los Beligerantes, te caíste redondo —gruñó Ran, que seguía oteando la calle—. Por suerte, no nos encontramos a ningún grupo más.
—Conseguimos llegar a casa de Mendolina sin problemas —rió Edri, que seguía de muy buen humor—, pero luego nos diste mucho trabajo, ¿sabes? Fue casi imposible subirte hasta aquí. Pesas como una vaca obesa.