—Realmente eres muy inofensivo, ¿eh? —se burló—. Con eso podías haberme amenazado antes de contarme tus tejemanejes; no después.
Keriv reflexionó por un momento, y después hizo un gesto de fastidio.
—¿Y qué te trae por aquí, jefe? —rezongó. Godorik se echó a reír.
—Algo más importante que eso —dijo—. Tranquilo, muchacho. No es que me parezca bien lo que estás haciendo, pero tu secreto está a salvo conmigo… aunque solo sea porque estoy hasta las narices de que últimamente todo el mundo me llame «defensor de la justicia».
—¿Eres un defensor de la justicia? —Keriv abrió unos ojos como platos—. ¿De verdad?
—No —se molestó Godorik—. Si lo fuera, tendría que denunciarte, ¿no?
—Ah, pero jefe, yo solo hago esto porque la sociedad es muy injusta con los pobres diablos como nosotros… Si todo fuese más justo, y pudiésemos ganarnos la vida honradamente…
—Tú puedes ganarte la vida honradamente, Keriv.
—Bueno, bueno —resopló el conserje—. Tampoco es que lo que paguen sea una maravilla, y…
—Lo que sea —lo cortó Godorik, cansado—. Escucha, tengo cosas que hacer.
—Eso es. ¿A qué has venido?
—Bien… ¿te acuerdas del día en que me avisaste sobre los tipos esos del patio de atrás?
—¿El día antes de que desaparecieras? Claro, jefe. Ya te he dicho que sí.
—¿Sabes, por casualidad, qué hacían allí?
—No. Por eso te llamé.
—¿Estás seguro? —gruñó Godorik, mirando al conserje a través de los párpados entrecerrados.