—¿No deberías antes arreglar este desastre? —Godorik alzó una ceja, señalando los cubos desperdigados a su alrededor—. La puerta del tercer piso sigue abierta. Cada momento que todo esto esté a la vista te arriesgas a que entre alguien y te pille también con las manos en la masa.
—¡Ahí va! —exclamó Keriv, sobresaltándose, y corriendo de nuevo hacia los cubos—. ¡Se me había olvidado!
Godorik observó cómo el jovencito recolocaba la escalera y ordenaba torpemente los cubos y su contenido encima de la estantería más alta. Por un momento, cuando se lo había tropezado allí de noche en medio de aquel negocio turbio, se había preguntado si el conserje no sería en realidad menos atolondrado de lo que parecía, y solo fingía para alejar de sí las sospechas; pero ahora volvía a estar plenamente convencido de que era un inepto, y de que, si no tenía una suerte milagrosa, lo atraparían en sus absurdos tejemanejes antes de que pasase mucho tiempo.
«Si hasta alguien como Keriv está haciendo esta clase de cosas», se dijo, «¿quién en esta ciudad no estará metido en algo raro?».
Ese pensamiento lo inquietó mucho. Él había sido toda su vida un ciudadano relativamente ejemplar; no porque fuese una persona extremadamente recta o se rigiese por unos códigos morales inquebrantables, sino porque hasta entonces, sinceramente, había pensado que la mayor parte de la gente era así. Pero desde que se había convertido en un cyborg no dejaba de toparse con ejempos de lo contrario… y mientras ocurriesen en el nivel 1, en el 3, en el 7 o en el 25, y entre personas a las que no conocía de nada, aún podía tragarlo, hasta cierto punto. Pero ahora, con lo de Keriv, la cosa empezaba a salpicar su vida personal, de una manera que él nunca hubiera sospechado mientras aún era un aburrido empleado de patentes; y eso lo preocupaba más de lo que hubiera creído.
«¿Y si esa supuesta conspiración que estoy persiguiendo no es nada fuera de lo normal?», se le ocurrió. «¿Y si las hay a cientos en toda la ciudad? ¡Menudo papel estaría haciendo yo entonces!».