—Ya, ¿y qué? Estoy casi segura de que ese hombre tiene más que ocultar que tú y que yo.
—Mariana —resopló Godorik—, tú quieres que te metan en la cárcel, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
—Godorik, eres tan buen ciudadano —le espetó—. Venga, subamos.
Y se dirigió hacia las escaleras. Godorik se quedó por un momento plantado en el sitio; hasta que por fin la siguió, airado.
—Pues estupendo —refunfuñó para sí—. Lo que tú veas.
En el segundo piso los estaba esperando Isebio Garvelto, parapetado detrás de la puerta de su apartamento y dejando asomar únicamente a través de la rendija una nariz torcida y un arrugado ojo verde y acusador.
—¿Saben qué hora es? —tronó, sin ampliar la rendija, en cuanto los vio aparecer por las escaleras—. ¡Señora, si cree usted que por tener un carnet de empleada de la Computadora puede ir despertando a la gente impunemente…!
—Deje de armar escándalo, o será usted quien despierte al resto de sus vecinos, con carnet de empleado de la Computadora o sin él —le espetó Mariana.
Garvelto, que a través de la rendija parecía un hombre mayor, escuchimizado y de piel fláccida y arrugada, miró nerviosamente a su alrededor, y bajó tanto la voz que Mariana tuvo que acercarse mucho para poder oír qué decía.
—En cualquier caso, váyanse —gruñó—. Ya les he dicho que no sé nada de esa sangre, ni de ningún asesinato, y que quién entre y salga de mi local es cosa mía, y solo mía…
—Señor Garvelto, respecto al tema de lo ocurrido frente a su local, hasta ahora la policía ha tenido que trabajar sin una hipótesis clara —explicó Mariana—. Ahora estamos seguros de que se llevaron a cabo varios, no uno sino varios, asesinatos. ¿Va a dejarnos entrar, o prefiere que sigamos discutiendo esto en el rellano, donde cualquiera puede estar escuchando?