Godorik y Mariana intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos estaba muy seguro de hacer lo correcto, pero accedieron a pasar al apartamento.
En el salón, para su sorpresa, se encontraron con más de quince personas reunidas, charlando y cuchicheando entre sí. Como estaban sentadas en el sofá y los sillones y alrededor de la alfombra, daban la impresión de ser el círculo de una secta; solo les faltaban las capuchas y la hoguera ritual en el centro de la habitación. Eso, y no haberse reunido en el comedor de un ancianito en el nivel 18.
—¿Qué es esto? —protestó Godorik, parándose en seco y deteniendo a Mariana, que parecía dispuesta a meterse alegremente en cuantas bocas del lobo se le pusieran por delante—. ¿Qué está pasando aquí?
—Siéntense, señores, y se lo explicaremos —carraspeó el hombre—. Aunque, antes de nada, tengo que pedirles que no revelen nada de lo que van a oír aquí ahora… o podrían encontrarse en grave peligro.
—¿Es eso una amenaza? —Godorik frunció el ceño.
—No; el peligro no somos nosotros —el otro le devolvió el mismo gesto—. Pero, por lo que se ve, están ustedes aquí porque saben que ya se han cometido varios asesinatos.
Mariana volvió la cabeza hacia Garvelto.
—Dijo usted a la policía que no sabía nada.
—¿Cree que quiero que me detengan? —refunfuñó el viejo.
—¿Qué quiere decir?
—La policía, señora, como imagino que ya habrá usted podido comprobar, no es de fiar en este asunto —intervino el otro.
Los allí reunidos, que escuchaban con atención, empezaron a murmurar.
—¿Es usted otro conspiracionista? —dijo Mariana, airada.
—Mariana, espera —interrumpió Godorik—. Recuerda lo que me ha pasado a mí.
—¿Qué le ha pasado a usted? —preguntó el hombre, y le tendió la mano—. Me llamo Noscario Ciforentes, por cierto.