—¿Se ha hecho con la patente de uno de sus implantes? —se sorprendió Ciforentes.
—Sí. También, en el supuesto domicilio de Gidolet…
—¿Entró usted en el domicilio de Gidolet? —se sobresaltó el hombre—. ¿Cómo ha hecho todo eso?
—Soy un cyborg —gruñó Godorik.
Isebio Garvelto hipó.
—¡Es uno de ellos, Noscario! —insistió.
—Isebio, es cierto que esto es muy raro, pero empieza a ser demasiado raro —masculló Ciforentes, y se volvió de nuevo a Godorik—. ¿Cómo es eso posible? La ley…
—Eh, son casi las cinco —protestó alguien de entre el involuntario público—. No es que no quiera saber de qué va todo esto, pero si no empezamos a irnos pronto vamos a despertar sospechas en el vecindario.
—¡Cierto, cierto! —Ciforentes se llevó las manos a la cabeza—. Bien, amigos, damos por finalizada la reunión hasta la próxima vez… aunque no hemos logrado hacer mucho, pero con esta visita sorpresa…
—Ya sabéis, cuidado al abrir la puerta de abajo, que chirría mucho —farfulló Garvelto.
—Yo me quedo —declaró la mujer que antes estaba llorando—. Si esta gente sabe algo de lo que pasó con mi pobre, pobre Ansermio…
Los demás sectarios fueron marchándose, uno por uno. Ciertamente, ya era bastante tarde; pronto amanecería.
—¿No tienes que irte, Mariana? —preguntó Godorik.
—¿No tienes que irte tú? —le devolvió la pregunta ella.
—Me arriesgaré a volver de día —él se encogió de hombros—. Quiero entender de una vez qué está pasando aquí.
—Está bien; en ese caso, me quedo contigo.
—Pero ¿no tienes que trabajar?
—Aún no —bostezó Mariana—. No tengo nada que hacer hasta las ocho.