—Bien, Gidolet, como usted ya parece saber, empezó a buscar otra forma de colar sus implantes a la población —tosió Ciforentes—. Lleva muchos años desarrollando implantes que pueden pasar por normales, pero que incluyen un dispositivo altamente sofisticado para acoplarse al cerebro de quien los lleva.
—¡Qué tontería! —estalló Mariana.
—¿Cómo saben eso? —preguntó Godorik—. ¿No han dicho que nunca han visto uno?
—Hemos estado en contacto con varios antiguos empleados de Gidolet, incluyendo uno de sus desarrolladores principales, que sufrieron escrúpulos de conciencia y quisieron desertar —suspiró Ciforentes—. Lamentablemente, todos han sido… liquidados.
—Mire —intervino Mariana, exasperada—. Se está montando usted aquí una película digna de ser llevada al cine, pero todo esto está muy lejos de ser posible. ¿Cree usted de verdad que en esta ciudad, tan vigilada como está, es posible hacer desaparecer, o liquidar, a tanta gente sin que ello despierte sospechas? La policía intervendría mucho antes, y por muchos recursos que tenga ese Gidolet…
—Ah, aquí está el quid de la cuestión —dijo Ciforentes—. Los altos mandos de la policía son parte de esta conspiración.
—Eso es ridículo.
—Suena ridículo, pero es así —se ofendió el hombre—. Y voy a decirle por qué. ¿Sabe cuál es el auténtico objetivo de todo este demente plan?
—… no.
—Bien, pues es derrocar a la Computadora —soltó Ciforentes, cruzándose de brazos.
Godorik y Mariana intercambiaron una mirada.
—¿Para qué? —preguntó ella.
—Para colocarse ellos en su lugar, por supuesto —afirmó Ciforentes.