Godorik, el magnífico · Página 158

—En ese caso tendrían lo mismo que pretenden hacer ahora, pero más caro —se rascó la cabeza Ciforentes—, y, además, ¿qué harían con la población?

—¿Esclavizarla?

—No, no, no —el hombre negó con la cabeza—. ¿Es que no ve usted holofilmaciones? Eso siempre sale mal. Al final, un pequeño grupo de rebeldes…

—Esto no es una holofilmación, caballero —escupió Mariana.

—No, pero…

En ese instante llamaron a la puerta. Todos los presentes (en ese momento, Ciforentes, Garvelto, Mariana, Godorik, y la señora que seguía moqueando en un rincón, demasiado distraída hasta para interrumpir la conversación y pedirles que le contasen de una vez qué sabían sobre los cadáveres) dieron un bote en sus asientos; sobresaltados, intercambiaron un par de miradas, mientras volvían a llamar.

—¿Esperas a alguien, Isebio? —preguntó Ciforentes en voz baja.

—No —gruñó Garvelto—. Yo creo que…

—Soy yo, caray —se escuchó una voz detrás de la puerta—. Soy el Nermis. Tenéis que ver esto.

Ciforentes, repentinamente envarado, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Santo y seña —pidió.

—Que soy el Nermis, demonios —gruñó la voz, y exhaló un suspiro—. Tortitas de queso.

—Pasa —farfulló Ciforentes, abriendo la puerta.

Un tipo de mediana edad, que había estado antes en la reunión y se había ido después sin decir gran cosa, entró en la habitación. Traía bajo el brazo un ordenador plegable, que colocó sobre la mesa y abrió sin perder un momento.

—Tenéis que ver esto —repitió.

—¿El qué es, Nermis? —bufó Garvelto—. Estamos en medio de algo importante. Y yo quiero irme a la cama en algún momento.

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