—¿Qué circuitos? —protestó Manx—. ¡No me has dicho que conecte nada!
Discutieron durante un momento, hasta que Manni se dignó a pulsar un botón, y Agarandino a dejar de refunfuñar. El doctor apretó de nuevo sus botones, y tras unos momentos el modelo robótico se detuvo bruscamente. Cuando empezó a andar de nuevo, lo hizo con movimientos muy extraños y tambaleándose, como si algo estuviese interfiriendo con sus circuitos.
—Ha roto usted el pobre robot pulsando un botón, muy bien —dijo Godorik—. Pero ¿qué tiene eso que ver con el efecto que tiene un artefacto para la columna vertebral en un humano?
Agarandino parpadeó por un instante, y después alzó los brazos al cielo y agitó las manos (y el mando a distancia) violentamente.
—¡Cómo se nota que eres un profano! —exclamó—. No tienes ni idea de ciencia robótica.
—No, y por eso estoy esperando a que usted me lo explique —contestó Godorik, con más paciencia de la que habría esperado que le quedase después de aquel día.
El doctor debió de entender que no estaba siendo excesivamente razonable, porque no gastó más energías despotricando.
—Ese modelo tiene incorporada una versión simple del artefacto que describía esa patente —explicó, en su lugar—. Tiene varias funciones; en principio, parece que la principal es evitar que las distintas piezas que sustituyen las vértebras se desplacen… pero, por supuesto, no lo es.
—¿Entonces?
—¡El cacharro es un receptor de señales! —se escandalizó Agarandino—. Es capaz de captar señales radiadas desde cierta distancia, y de enviarlas directamente al cerebro. ¡Alguien que llevase ese implante podría ser controlado a distancia como si fuese una muñeca!
—¿Eso es posible? —gruñó Godorik para sí, maldiciendo a Noscario Ciforentes por llevar (al parecer) algo de razón.