Cada vez menos seguro de que aquello no fuera una trampa, decidió no obstante aproximarse al almacén. Eso sí, por la parte de atrás; no pensaba acercarse a los Beligerantes, si es que aquellos eran los Beligerantes, y no otra nueva banda que había florecido en el nivel 25 en el espacio de un par de semanas.
Por suerte, en la parte trasera del almacén no había nadie, aparte de un par de gatos callejeros que se sumergieron rápidamente dentro de un contenedor de basura en cuanto lo vieron aparecer. Godorik se acercó sigilosamente, intentando no hacer demasiado ruido, por si no era en efecto cierto que nadie estaba vigilando aquello. El almacén tenía en todo su perímetro las ventanas rojas por las que Edri lo había identificado, aunque en la parte delantera eran grandes cristaleras, y a medida que uno avanzaba hacia atrás se iban haciendo más pequeñas, hasta quedar convertidas en estrechas rendijas por las que a duras penas cabía un hombre.
Una de estas estaba entreabierta; Godorik se subió a uno de los contenedores de basura para llegar hasta ella y poder echar un vistazo a través de ella. El interior del almacén estaba lleno de cajas, la mayoría de ellas descoloridas y polvorientas; y aunque a la primera ojeada no vio a nadie allí dentro, a la segunda vio algo moverse, y aguzando la vista distinguió dos figuras agazapadas detrás de una de las cajas más grandes. Eran Edri y Ran.
—¡Chsssssst! —intentó llamar su atención.
Pero no parecieron escucharle.
—¡CHSSSST! —repitió, alzando la voz.
Ran pegó un bote. Los dos miraron por fin hacia la ventana.
—¡Godorik! —exclamó Edri en un susurro, al cabo de un momento—. ¡Estás aquí!
—Me has llamado, ¿no?
—¡Baja la voz!
—¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó entonces Godorik, cada vez más escamado.