—Verás… Siento haberte atraído hasta aquí por esto, pero, como ves… tenemos algunos problemillas —barbotó Edri.
Godorik frunció el ceño. Aquello era lo que se temía.
—Explícate —farfulló, después de preguntarse por un segundo si cabría por la ventana, porque empezaba a cansarse de susurrar a través de un cristal entreabierto, subido a un contenedor de basura—. No, espera un momento; a ver si puedo entrar.
—¡No! —saltó Edri, con más potencia de voz de la que pretendía. Ran, sobresaltado, la hizo callarse.
—¡No tan alto! ¡Van a descubrirnos! —murmuró.
—Dime de una vez qué es lo que ocurre —insistió entonces Godorik, abandonando su intento de entrar en el almacén por aquella ventana, que, de todas maneras, era demasiado pequeña.
—Bueno… los Beligerantes… ¿te acuerdas de los Beligerantes? —se lió Edri, aunque tan callando que resultaba difícil escucharla, mientras Ran se apostaba a vigilar ansiosamente la puerta del almacén desde detrás de su caja—. Pues resulta que estábamos nosotros aquí tan tranquilos cuando de repente llegaron ellos, y, uhm, nos refugiamos en este almacén, con la mala fortuna de que ellos también venían aquí, y…
—¿Qué? —barbotó Godorik, confundido.
—Sí, y ahora no podemos salir, y pensamos que quizás nuestro buen amigo Godorik…
Godorik arrugó el ceño aún más. Edri interpretó inmediatamente su mirada de desagrado por una de incredulidad.
—Bueno… es posible que ellos ya estuvieran aquí, y que nosotros tuviéramos que entrar en el almacén por razones… digamos, por razones materiales —tosió—. Pero la cosa es que no podemos salir.
—¿Entrásteis aquí a robar? —gruñó Godorik.
—No… sí —tosió Edri—. Pero…