Se detuvieron por fin frente a una portezuela metálica enmarcada en la pared trasera de un edificio. Map colocó la palma delante de una cajetilla oxidada que estaba pegada en el muro junto a la puerta, y esperó un momento.
No pasó nada. Map pareció frustrado.
—¿Qué pasa? —preguntó Coque.
—Otra vez no funciona —se quejó Map, y le dio un golpe a la cajetilla. Pero eso tampoco ayudó.
—No la rompas —advirtió Coque.
—Pero si ya está rota —gruñó Map, e ignorando la cajetilla empezó a dar sonoros golpes a la puerta, produciendo un «clonk, clonk» metálico que debió de oírse en todo el distrito. Una minúscula ventana que había un par de pisos encima de la puerta se abrió con un crujido; un hombre calvo se asomó durante medio segundo, pero en cuanto posó los ojos sobre los pandilleros despareció rápidamente y volvió a cerrar la ventana.
—No hagas tanto ruido, maldita sea —protestó Coque.
—¿Y qué quieres que haga? ¡Abrid, maldita sea!
Al fin, se vio una luz a través de la mirilla.
—¿Qué pasa? —se escuchó una voz ahogada detrás de la puerta.
—¡Soy yo, Map! —exclamó Map—. ¡Abre!
—Usa la cajetilla —contestó la voz, tras una pausa.
—¡Ese maldito trasto nunca funciona! —se quejó Map—. ¡Abre de una vez!
—Está bien, está bien —dijo la voz, pero un momento después se lo pensó mejor—. Dame el santo y seña.
—O abres la puerta, Mitno, o la reviento a balazos —perdió la paciencia Map.
Se escuchó un chasquido, y un momento después la puerta se abrió.
—¿A qué venís? —preguntó el tal Mitno, que tenía implantado un ojo telescópico—. ¿Y quién es esa gente? Deberíais estar vigilando el almacén.