El AgaraCristal chupó el aire que había entre su ventosa y el vidrio, pegándose fuertemente a este, y empezó a vibrar. El cristal a su alrededor cambió de color, y se puso de un tono fucsia brillante. Godorik contempló aquello con inquietud, preguntándose si había hecho bien en confiar en el juicio (de sus intenciones estaba un poco más seguro) del loco de Agarandino, y si no le valdría más escapar antes de que el aparato estallase. Pero su preocupación resultó innecesaria: el AgaraCristal no solo no estalló, sino que comenzó a chupar el vidrio fucsia (que se dejaba absorber como si fuera líquido) sin hacer apenas ruido, hasta dejar un agujero en la ventana de tamaño considerable. Cuando hubo eliminado una superficie de unos cuarenta centímetros de radio en torno a él, el AgaraCristal dejó de chupar, se apagó por sí solo, y (como se había comido el cristal que lo sostenía, hasta ese momento había estado flotando en el aire) se cayó. Godorik llegó a tiempo de atraparlo antes de que se despeñara por la cornisa, y lo observó con detenimiento, sin conseguir explicarse qué era lo que aquel pequeño ingenio acababa de hacer. Tras un momento, sin embargo, sacudió la cabeza y se lo volvió a guardar; independientemente de la tecnología que acabase de obrar aquel pequeño milagro, en ese momento tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse.
El agujero que había dejado el AgaraCristal no era muy grande, pero sí suficiente para permitirle pasar, si se encogía un poco. Godorik deseó haber colocado la máquina un poco más abajo, lo que habría hecho que ahora le resultara más fácil entrar; pero era demasiado tarde para lamentarse por ello. Se introdujo por el hueco como pudo, procurando no tocar los bordes del vidrio (a pesar de que no parecían cortantes; pero no quiso arriesgarse), y logró, contorsionándose, llevar todo su cuerpo al otro lado, y caer sobre una peluda y mullida alfombra.