—¡Ay! —exclamó la joven, mientras Godorik, instintivamente, encogía de nuevo las piernas y trataba de refugiarse dentro del tubo. Pero ella lo tomó del brazo bruscamente—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Se ha caído dentro del tubo?
—¿Qué pasa, Edri? —preguntó una voz de hombre, un poco más allá—. Date prisa.
— ¡Alguien se ha caído dentro de un poste de transporte! —anunció la chica a los cuatro vientos, antes de que Godorik pudiera sacarla de su error.
—¡No tenemos tiempo! —siseó la otra voz, acercándose; y Godorik, aunque con la cabeza dentro del tubo, consiguió ver la cara de un hombre joven, muy mal afeitado—. Sácalo y vámonos de aquí. ¡Ya se acercan!
—No, oiga, yo… —comenzó Godorik, pero la chica no le hizo caso, y empezó a tirar de él.
—¡Es peligroso estar aquí! —exclamó, y se volvió al hombre—. ¡Ayúdame, Ran!
El hombre tomó el otro brazo de Godorik, y entre los dos lo sacaron del tubo a la fuerza, sin darse cuenta de que lo estaban incomodando. En cuanto se encontró fuera, Godorik intentó otra vez explicar que no se había caído de ninguna parte y que podían dejarlo en paz; pero la muchacha no le dejó decir nada, y empezó a hablar apresuradamente.
—¡Vamos, tenemos que irnos! —dijo—. Han visto a los Beligerantes en la zona siete, y no queremos estar aquí cuando lleguen. ¡Tenemos que correr!
Tomó la mano de Godorik y echó a andar, seguida por el hombre. Godorik se dejó arrastrar por un momento, mientras trataba de ordenar sus ideas y contemplaba a aquella pareja con algo más de detenimiento. La chica, que al parecer se llamaba Edri, era una muchacha de unos veinte años como mucho, rubia y de expresión agradable; el hombre, al que ella había llamado Ran, era un chaval atlético y fibroso con el ceño fruncido, que tendría aproximadamente la misma edad que su acompañante, aunque los restos de barba deficientemente rasurada lo hacían parecer más mayor.
—¿Qué es eso de los Beligerantes? —quiso saber Godorik, zafándose de la mano de la mujer.