—¿Siempre es así? —preguntó Godorik, sorprendido.
—¡Oh, no! —negó Agarandino—. A ratos es muy agradable. Es que estos temas lo ponen muy sensible.
Manni volvió al cabo de un rato, esgrimiendo un té de canela como quien lleva una metralleta. Airado, sirvió tres tazas.
—Gracias, pero yo no… —protestó Godorik, al que no le gustaba el té.
—Bébete su té o acabarás mal —aconsejó Agarandino, en un susurro.
Godorik suspiró y alargó la mano para coger una taza. Como los dedos no le respondían adecuadamente, se echó la mitad del té hirviendo por encima.
—¡Oh! —exclamó Manni—. ¿Te encuentras bien?
—No quema —se sorprendió Godorik, mirando el té derramado sobre su torso.
—Claro que no —dijo Agarandino, inflándose orgulloso—. Y tampoco tienes que preocuparte por el líquido. Te hemos puesto las piezas de mejor calidad que teníamos; alta tecnología. Impermeables cien por cien.
—Nuevas y superiores —repitió Manni, asintiendo.
Godorik pasó la vista de uno a otro, confuso.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó al fin—. ¿De dónde han sacado esas piezas, y cómo me las han puesto? ¿Y por qué lo han hecho, y qué hacen dentro del Hoyo?
—Ya te lo hemos dicho —insistió Manni—. Este es el doctor Agarandino, gran autoridad científica, y yo soy Manx, impecable unidad robótica.
—Pero —protestó Godorik—, ¿por qué están dentro del Hoyo?
—Vivimos aquí —dijo el doctor.
—Pero ¿por qué?
—¡Oh! —exclamó Agarandino—. Pues porque renegamos de esa sociedad absurda y repugnante de la que procedes, que se extiende por la superficie como la putrefacción sobre la carroña.